Columna: “Vivir en verde, cada día más “

Por Miguel Laborde, El Mercurio.

Los muros verdes comenzaron a multiplicarse en nuestras calles. Las revistas de arquitectura reiteran el concepto una y otra vez. Incluso, imaginando un futuro de ciudades enteramente cubiertas de una piel verde y, cómo no, con ideas a veces tan infantiles como el diseño de edificios que parezcan hechos de rocas cubiertas de musgo.

El éxito en Santiago no es casual. En todo el valle central, por su clima privilegiado, el vivir en relación con lo verde ha sido una característica permanente de nuestra identidad. A principios del siglo XX nos afiliamos de inmediato a la red de ciudades jardín, modelo que se repartió a todo lo largo de Chile. En el siglo anterior, en varias urbes republicanas, así como en barrios de Santiago, hubo manzanas enteras que ocultaban rincones ricos de naturaleza dentro de sus casaquintas que, en realidad, eran fragmentos campestres enmascarados por muros perimetrales. Eso no era urbano, sino un simulacro, porque se vivía bajo parrones y entre árboles frutales igual que en el campo. La densidad resultaba bajísima, rural.

Lo mismo antes, en la Colonia. La casa de patios ocultaba una feraz vegetación detrás de sus altos y gruesos muros de adobe, dejando las habitaciones principales abiertas a un jardín perfumado y las del personal de servicio atrás hacia la huerta, el gallinero y los frutales, corriendo en medio la acequia con su sonido veloz, propio de un arroyo precordillerano.

Esta tendencia mundial de los muros verdes tiene un rostro humano en la persona del botánico Patrick Blanc por su pionera creación en el Museo de las Ciencias y de la Industria en París, de 1988, luego consagrado por la belleza del que proyectó para la sede de la Fundación Cartier (1998) o el de la Embajada de Francia en Nueva Delhi, ya en este siglo.

Nosotros, con vocación verde, ya habíamos avanzado en ese camino. Antes incluso, porque las casas que proyectó Enrique Browne con ese elemento de pared vegetal, en Paul Harris y San Damián, son de 1980 y 1986. Él mismo, con Borja Huidobro, incorporó el concepto en el Edificio Consorcio en El Bosque, el símbolo mayor de la arquitectura chilena contemporánea; es de 1991. Entremedio, el propio Browne (Edificio El Ágora) y Cristián Fernández Cox (Edificio Montolín), ambos en 1987, ya habían demostrado que la piel vegetal funcionaba, y muy bien, en construcciones de altura.

Habría que darles un nombre diferente a los dos modelos, el chileno y el francés. El de acá es muy sencillo, natural y de bajísimo costo; lleva la idea de la jardinera al muro completo, pero separado de él por un metro y medio, más o menos; lo que permite abrir ventanas, que los usuarios vean el verdor, pájaros, flores y, de paso, deja entrar aire natural. El riego es simple, el mismo gota a gota de los productores de fruta.

El francés es muchas veces más oneroso. Un lujo, que se adhiere al muro, por completo, de modo que ofrece una vista que aporta a la ciudad, pero no a los usuarios del edificio. Tiene una complejidad en cuanto al riego, por cuanto el agua circula con los nutrientes incorporados, ya que es casi imposible el acceso a jardineros y personal de mantenimiento; es decir, obliga a escoger plantas que compartan la misma necesidad de nutrientes o a usar una sola especie.

Han crecido los negocios relacionados, desde la construcción de muros verdes hasta la venta de plantas adecuadas. Como estas actúan como reguladores térmicos, lo que permite ahorrar hasta un 20% en energía, no es extraño que los veamos integrados a la arquitectura en todos los continentes, factor que también sugiere que esta tendencia puede ser, con el paso del tiempo y subsanadas sus dificultades, una característica estable en las ciudades sustentables del siglo XXI.

Atributo

El éxito en Santiago no es casual. En todo el valle central, por su clima privilegiado, el vivir en relación con lo verde ha sido una característica permanente de nuestra identidad.