Cuerpos vulnerables y excluidos en el transporte público de Santiago

Por Daniel Muñoz. Sociólogo PUC, Actualmente cursando el Magíster en Desarrollo Urbano, Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales UC. Columna originalmente publicada en Revista Planeo

Los estudios de movilidad en auge han favorecido explorar la experiencia del trayecto urbano desde múltiples perspectivas. La mirada de género también ha marcado una cierta presencia, centrándose tanto en necesidades diversas (Díaz y Jiménez, 2002) como en diferentes resultados a la hora de viajar por la ciudad (Jirón, 2007).

Se ha planteado en reiteradas ocasiones cómo la experiencia y necesidades de viaje cambian fuertemente según género, particularmente en ciudades latinoamericanas donde prevalecen diferenciaciones funcionales marcadas. Así, mientras que los hombres poseen una experiencia cotidiana de viaje pendular (principalmente entre su hogar y su trabajo), las mujeres pueden presentar un abanico de posibilidades de movilidad mucho más diverso, que tiende a tomar la forma de una red conformada por múltiples desplazamientos.

Estas diferencias articuladas en torno al género, cuyos matices sólo comienzan a ser explorados, han sido enfrentadas de muy diversas maneras a nivel internacional. En países como Japón, Egipto, México y Brasil se han implementado vagones segregados en el metro, sean permanentes o habilitados sólo en horario punta. La ciudad de Viena, por su parte, ha desarrollado de modo pionero el interesante principio de planificación gender mainstreaming, que busca visibilizar y valorizar la mirada de género en la tarea de proyectar políticas públicas inclusivas.

Una de las dimensiones más significativas a nivel de género, y que menos lecturas ha recibido en el ámbito de la movilidad cotidiana en transporte público, corresponde a la del cuerpo. Pese a la poca atención de la que ha gozado, resulta fácil advertir las múltiples formas en que el cuerpo se convierte en el protagonista de nuestros viajes cotidianos por la ciudad. Se trata de un elemento que se ve exigido como pocos, a la vez que restringido por normas y expectativas implícitas en el funcionamiento del servicio (Ureta, 2012). Esto es especialmente cierto en el caso del sistema Transantiago, que conllevó fuertes transformaciones en la cotidianeidad de los usuarios tras su implementación en 2005 y que generó ya conocidas imágenes de atochamientos y congestión.

En el caso de Santiago, acceder a su transporte público equivale a acoplarse a él, frecuentemente con costos que se inscriben en el cuerpo, y que nos obligan a enfrentarnos a nuestros propios límites y diferencias. El viaje en transporte público nos interpela sensorialmente, exponiéndonos a sonidos, tactos y aromas que no nos son propios y pueden resultar desagradables. La cercanía de los cuerpos diversos plantea un escenario complejo de miradas de extraños, conversaciones ajenas y roces inesperados, que acaban por perfilar una experiencia en la que el cuerpo busca recogerse, resguardar un mínimo de espacio íntimo. Así es como salen a flote un sinnúmero de tácticas que posibilitan un bloqueo sensorial. Los audífonos, celulares, libros y bolsos bloquean los manoseos, las miradas escrutadoras, la música que no queremos oír.

En el mundo de la sensorialidad todos parecemos vivir una experiencia semejante. Pero también los ritmos marcan la pauta sobre el cuerpo, y ya en este punto parecen haber algunos que se adaptan mejor que otros. La necesaria discusión sobre accesibilidad universal recién comienza a tomar forma en la esfera pública, y la vida cotidiana en el sistema Transantiago continúa siendo, de facto, un espacio de fuertes segmentaciones e inclusiones implícitas. El flujo de las masas que buscan subir a la micro o entrar al vagón de metro despliega un ritmo que no todos pueden seguir, y los espacios sofocantes del vehículo atestado de personas no admiten la presencia de ancianos, niños, embarazadas o personas con discapacidad. Estos cuerpos frágiles suelen ser evocados en la propaganda conciliadora de propuestas de vocación modernizante como Transantiago, pero en la práctica no resultan admisibles ni a nivel sistémico ni infraestructural.

La mujer, como cuerpo, es un individuo que puede tener menos libertad de acción para viajar que un hombre. Al amparo del horario nocturno o en el escenario del vagón repleto, ella se comprende como un cuerpo vulnerable, que ha vivido o teme vivir atropellos de diversa índole y gravedad. La mantención de la femineidad en un contexto de contacto inevitable con extraños plantea desafíos proxémicos que despojan a las mujeres de posibilidades que los viajeros masculinos pueden mantener. Así, Susana, que viaja todos los días desde Puente Alto hasta La Reina para trabajar como nana, considera que debe evitar algunas micros que le sirven porque en ellas viajarían obreros en grupos numerosos, lo que le resulta intimidante1 . Paola Jirón (2008) destaca el caso de Ana, para quien no resulta indiferente el horario en que se escoja viajar. De un margen de quince minutos depende si sus compañeros de viaje serán predominantemente hombres o mujeres.

El espectro de posibilidades puede buscar ser ampliado, pero se repartirá desigualmente. El servicio puede extender sus horarios, ampliar sus recorridos y mejorar su infraestructura, pero los cuerpos no son todos iguales. ¿De qué sirve buscar incluir a los ancianos, a las personas con discapacidad y a las mujeres, si sus cuerpos no encajan con el sistema de transporte público?

Mirar el problema desde una perspectiva de género en clave corporal nos entrega una doble posibilidad. Por un lado, nos ayuda a percatarnos que detrás del diseño de nuestros sistemas de transporte público se encuentra, camuflada, la muy específica figura de un viajero funcional: Un hombre sano, ágil y joven. Por otro lado, nos provee de una herramienta que permite avanzar en la conceptualización de un acceso verdaderamente universal. No se trata de pensar la movilidad para hombres o para mujeres, como en las soluciones segregadoras citadas más arriba. Pensemos más bien la movilidad para cuerpos (diversos, sexuados, cargados de cultura tanto como de materialidad), y estaremos ampliando nuestra mirada en la búsqueda de una ciudad más inclusiva e igualitaria. El cuerpo, podríamos decir, es el espacio de las diferencias pero también el de las semejanzas. Al fin y al cabo, todos tenemos uno.

Obras citadas:

Díaz, M. A., y Jiménez, F. J. (2007). Transportes y movilidad: ¿necesidades diferenciales según género?. Terr@ Plural, 1(1), 91-101.

Jirón, P. (2008). Mobility on the move: Examining urban daily mobility practices in Santiago de Chile. (Tesis doctoral sin publicar, London School of Economics and Political Science).

_______(2007). Implicancias de género en las experiencias de movilidad cotidiana urbana en Santiago de Chile. Revista Venezolana de Estudios de la Mujer,12(29), 173-197.

Ureta, S. (2012). Waiting for the barbarians: disciplinary devices on metro de santiago.

  1. El caso de Susana (nombre ficticio) es extraído de la tesis de magíster “Imaginarios en movimiento: Análisis de tramas de sentido en el transporte público de Santiago de Chile”. []