El cuidador de los muertos de Chuquicamata

Desde 1986, Pedro Espinoza es el cuidador del cementerio de Chuquicamata, el ex campamento cerrado en 2007. Aunque ahora los funerales se cuentan con los dedos de la mano, se esmera para que el lugar permanezca activo.

Por Benjamín Blanco, La Tercera

Ataviado con un gorro legionario para proteger el cuello del sol y el viento del desierto, Pedro Espinoza (59 años, soltero y padre de tres hijos) cuenta que septiembre fue un buen mes para él: luego de casi un lustro, por fin hubo un entierro en el cementerio de Chuquicamata, el lugar donde trabaja desde 1986. “Se trataba de la señora de Tito Alvarez, un empresario importante del lugar, que murió a los 96 años. Vino muchísima gente. La mayoría, ex vecinos de la ciudad, personas que no eran de su generación. Ella trabajó en el hospital y era querida”, relata.

A pesar del gorro, su cara morena y algo reseca refleja las largas jornadas que pasó enfrentado a los rayos UV, sepultando a vecinos o a mineros muertos en accidentes, una tarea que, actualmente, escasea.

El camposanto -que nació a la par de la ciudad, a principios del siglo XX- siguió funcionando tras el cierre del campamento, en 2007: un compromiso entre los sindicatos y Codelco permitió mantener el lugar abierto, pero sin la posibilidad de efectuar nuevos sepelios.

“No hay entierros, salvo por los mausoleos que pertenecen a las familias con más recursos que vivían en Chuqui, como el de Tito Alvarez, que tiene seis nichos y recién se utilizó uno, por eso puede que más adelante haya otro entierro, pero quizás cuándo…”, reflexiona.

Prácticamente eximido de la labor de enterrar muertos, Espinoza se pasa el día desmalezando, echando una mano de pintura a las bancas, hermoseando las lápidas, dejando todo perfecto para que los cientos de chuquicamatinos que fueron trasladados a Calama visiten a sus deudos. Por las noches, otros dos cuidadores vigilan el recinto: “Vienen 30 personas diariamente, aunque en estos días de fines de octubre son casi el doble. Para los ex vecinos y considerando que es complicado entrar siempre a la ciudad cerrada, el cementerio es un vínculo con el pasado”.

En el cementerio de Chuquicamata hay 13 mil tumbas, 65 nichos y una docena de mausoleos. A Espinoza le gusta repetir: también hay historia. Allí están enterrados algunos de los ejecutivos estadounidenses que trabajaron en la mina, cuando pertenecía a capitales extranjeros. “La primera lápida data de enero de 1915. Eso es importante, porque se supone que la ciudad fue fundada el 18 de mayo de ese año, pero el cementerio ya estaba funcionando”, dice.

También yacen los restos de las víctimas de los accidentes mineros que enlutaron a la ciudad, como los “polvorazos” de 1937 y 1957. Según Espinoza, el más importante fue el del 5 de septiembre de 1967, que dejó un saldo 22 obreros muertos.

“Los accidentes impactaban a toda la comunidad, pues las mujeres pensaban que los heridos eran sus maridos. Siempre había flores en los memoriales de los polvorazos cuando el campamento estaba abierto. El último gran accidente fue cuando estalló un horno flash a fines de la década de 1980. Murieron tres personas. Todos están enterrados acá”.

Dos años antes del recordado polvorazo de 1967, Espinoza -quien es oriundo de La Serena- visitó por primera vez Chuquicamata: llegó para ver a un primo que trabajaba en la mina. Pero fue después, en 1976, que se instaló definitivamente: “Todo partió cuando terminé mi servicio militar, que duró cuatro años, y me fui con un amigo a recorrer el norte con una mochila”.

Llegó hasta Chiclayo, Perú. Cuando venía de vuelta, pasó a ver a su primo de nuevo, consiguió trabajo, le agradó la comunidad. Nunca más abandonó la zona. “Partí como contratista en las faenas para levantar los fierros de la línea del tren de la mina, que había quedado obsoleta por la llegada de los camiones”, dice.

“Luego salté a otras pegas de contratista, cortas, algunos meses, hasta que en 1986 me contrataron en el cementerio”.

Espinoza, que actualmente recibe un salario de $ 500 mil, cuenta que nunca sitió desazón o vergüenza por su trabajo. Lamenta, eso sí, los amigos que tuvo que enterrar: “Yo jugaba mucho fútbol, pichangas y, entremedio, conocí mucha gente, algunos ya partieron. Yo los tengo a todos identificados en sus tumbas, me preocupo que no le falte una flor”. El cementerio tiene varios sepulcros vacíos, que nunca serán llenados. Son casi 600 nichos construidos para niños, a mediados de los 90. “No sé para qué los hicieron, si las guagüitas no mueren, es el adulto el que muere”.

Actualmente, Espinoza vive en la población Diego de Almagro de Calama. Tiene tres hijos, pero se mantiene soltero. “La menor me hizo abuelo, el del medio, ni fu ni fa…, la mayor estudió Ingeniería Comercial y trabaja en la mina Gaby. Gana su billetito y está bien”, enumera satisfecho.