Cinco días en Tokio después del terremoto: “Japón, la punta de la flecha”

© Abel Erazo

Por Abel Erazo, Arquitecto

El impacto urbano de un terremoto. En sus calles, en su sistema de transporte, en las comunicaciones. En todo lo que día a día nos parece hacer avanzar, y de un momento a otro ya no funciona, se suspende, se sacude. Este es el relato, en cinco días, en cinco cartas, de Abel Erazo un arquitecto que vivió el terremoto del 11 de marzo en Tokio, que azotó con mayor fuerza al noreste del Japón.

Encuentra a continuación el relato del día 1. Al final encontrarás el link al archivo completo.

Japón, la punta de la flecha

Beijing, 18 de marzo de 2011

Día 1, viernes – Impacto

El viernes 11 de marzo a las 12:30 pm aterricé en Tokio en un vuelo desde Beijing. Un viaje que hago con frecuencia para reunirme con mi profesor en la Universidad de Waseda, visitar amigos y recordar una ciudad en la que viví 6 años.

A las 2:30 pm llegué a Shinjuku, donde me disponía a hacer hora para juntarme con mi amigo después del trabajo. En la estación de trenes puse mi maleta en un casillero a monedas para andar más liviano. El ticket indicaba las 2:41 pm. Salí por la salida esta y crucé la calle bajo la pantalla gigante ALTA, que mostraba los típicos grupos de chicas de la escena pop japonesa, cantando y bailando con micro minifaldas. Todo normal en el barrio de Kabuki-Cho, los japoneses de pelo rubio intentando cazar algún cliente para sus bares o karaokes, una chica guapa a la que le querían sacar una foto, oficinistas, gente joven comprando, turistas con bolsas, la calle llena por ser el inicio del fin de semana. Todas las tiendas abiertas y una temperatura agradable de comienzos de primavera. Me metí en una tienda de libros ubicada en las estrechas calles peatonales, todo apretado, apenas cabía en los pasillos y costaba revisar los últimos libros a la venta. Cuando pensaba subir a la segunda planta, comenzó lo impensado.

Gracias a que soy un paranoico de los temblores, noté por el rabillo del ojo una ligera vibración en los libros, lo que me empujó como un resorte hacia la calle en línea recta y sin pensarlo. Yo ya sentía el temblor en el suelo pero la gente parecía no inmutarse. Inmediatamente pensé que sería otra de mis exageraciones y que luego del ridículo y exagerado susto, tendría que disimular y volver a entrar a la tienda como si nada hubiera pasado, pero no, la tierra seguía moviéndose a cada vez más, mis peores temores se hacían realidad, por primera vez estaba metido en algo grande. Luego de aproximadamente un minuto, ya todos los que me rodeaban mostraban en sus rostros el pánico de algo totalmente fuera de lo normal. Intenté avanzar cautelosamente, mirando hacia arriba, dada la cercanía de los edificios, quería llegar a la avenida ancha, con bandejón central, quería alejarme lo más posible de los edificios, buscar el claro más despejado posible, pero no lograba avanzar. Sólo me mantenía en pie como surfeando en olas de concreto, el asfalto de la calle parecía gelatina y todos trataban de alejarse unos centímetros de los árboles, los postes de luz, quioscos, bancos, cámaras, ya que todo se movía como una ciudad de juguete. Cercano ya a los dos minutos el ruido comenzaba a ser atemorizante, los edificios se tocaban ligeramente entre sí y los vidrios parecían desencajarse de sus marcos, todo sonaba, un ruido ronco…a los pocos segundos paró, y la gente corrió despavorida, como si Godzilla anduviera suelto en la ciudad, era lo más parecido a una película y mientras corría aumentaba mi certeza de que estaba presenciando algo histórico. Todos llegamos al bandejón central, todos como iguales, los japoneses de pelo rubio, las jóvenes, los oficinistas, los turistas, las señoras a medio vestir y con zapatos en mano que habían salido huyendo de una casa de masajes, las masajistas, los mozos de una cadena de restorantes, los cocineros, en fin, toda la fauna de Shinjuku, Kabuki-Cho, aglomerada en el bandejón central de la avenida ancha. Por supuesto yo miraba los edificios y sabía que aún había cientos de miles de personas adentro, sobre todo en los rascacielos de Nishi-Shinjuku que se veían como telón de fondo.

© Abel Erazo

Tokio, la ciudad de acero, la bandeja de edificios cual canapés surtidos tambaleándose. Nadie quería volver al interior, la gente shockeada miraba sus teléfonos celulares en busca de noticias, intentando llamar sin éxito. Muchos registraban lo que veían en sus videos o fotos. Todos tenían razón, había que seguir ahí al medio de la calle, ya que la tierra volvió a moverse…Esta vez mi panorama era amplio, lograba divisar los edificios inmediatos y los más lejanos, las líneas de tren elevado, grandes hoteles y centros comerciales. El segundo temblor fue aún más fuerte, y si el primero nos había golpeado este nos hizo pensar que la tierra se hundiría con todos. Existen 15 líneas de tren subterráneo justo bajo mis pies, tenía claro que lo que tomaba por suelo no era más que un techo…Esperaba que resistiera. Los rascacielos se mecían con violencia 3 metros a la derecha 3 a la izquierda, Yamanote line –la línea de tren elevado que rodea Tokio- ondulaba como una serpiente metálica cercana al colapso, el semáforo a mi lado parecía querer salirse de su base, los autos parados en seco, alarmas y alguna gente gritaba, incluso desde dentro de los edificios…Nunca había visto Tokio así, era surrealista y confuso. Al menos la ciudad seguía en pie, lo que le dio tiempo a la gente a evacuar definitivamente los edificios y a iniciar una caminata sin rumbo. Las tiendas cerraron, todo el servicio de transporte público paró, los teléfonos no funcionaron.

Decidí caminar hacia el parque Shinjuku Gyouen, único lugar seguro porque el suelo es suelo y no hay nada encima de tu cabeza ni cerca, sólo un gran claro de pasto. Al llegar me di cuenta que otros habían tenido la misma idea, mejor dicho el sitio era un lugar oficial de evacuación. Pronto me vi rodeado de grupos organizados por empresas y lugares de trabajo, todos con cascos de construcción y una especie de líder. La gente llegaba y llegaba, hacía frío y pronto empezó a llover, no podía ser peor…Una japonesa que estaba cerca me ofreció su paraguas, pero lo rechacé, nos pusimos debajo de un gran árbol donde aún no llegaba la lluvia, no me agradaba la idea, prefería el cielo abierto pero no quise empaparme.

Al rato la lluvia cesó y la japonesa me dijo que los teléfonos públicos ya funcionaban, que fuéramos a llamar. Nos dirigimos a la entrada del parque, zona de cafeterías, información turística, baños públicos y otros servicios. Dos colas interminables enmarcaban los dos teléfonos disponibles. Pensé que esperaría horas, pero no, la gente amablemente hablaba máximo dos minutos, pensando en los que esperaban, sólo contactaban a sus familiares, confirmaban que estaban bien, decían que llamarían de nuevo y cortaban, al colgar el teléfono le pedían perdón al que estaba esperando justo detrás de ellos y se iban, a dónde se iban, no lo sé, a caminar sin rumbo me imagino. Antes de lo pensado ya estaba hablando con mi amigo neozelandés, el que bromeaba con el asunto y se lo tomaba con relajo, me comentó que su trabajo había sido cancelado y que se dirigía a un bar que queda justo entre su casa y su oficina, quedamos de juntarnos ahí. Al cortar quise llamar a mi ex mujer Megumi, pero me di cuenta que había hablado más que todos los japoneses, quizá el doble, pedí perdón al que estaba detrás de mío, me despedí dela japonesa que esperaba en la otra fila y salí del lugar.

© Abel Erazo

Para llegar al bar donde estaba mi amigo tendría que caminar unas tres horas, calculé, por lo que decidí volver a la estación de trenes donde había dejado mi maleta 10 minutos antes que comenzara el desastre…Casi la había olvidado. Mucha gente en la calle, pero nadie sonreía esta vez, todos caminaban con paso apurado hacia algún lugar. Los teléfonos públicos, antes usados sólo por vagabundos o simplemente siempre vacíos, como exhibición en la calle de objetos de otro siglo, ahora tenían alta demanda y las colas se alargaban varias decenas de metros detrás de cada uno de estos objetos reliquia. El nerviosismo reinaba en el aire, al pasar nuevamente bajo la pantalla ALTA de Shinjuku – Salida Este, las imágenes ya no mostraban adolescentes de la música pop, en su lugar se veía el mar arrasando pueblos enteros en el norte, cientos de tokiotas congelados delante de la pantalla no lo podían creer.

Una hora antes Japón se preparaba para comenzar un fin de semana más, ahora parecía el fin del mundo, ya no sólo era Tokio, la costa norte estaba desapareciendo. No quise seguir mirando las noticias porque me quedó claro que todo iba de mal en peor, y al menos debería llegar a la casa de mi amigo e instalarme, mal que mal había llegado a Japón tres horas antes, no había visto a nadie y tenía mi maleta en un casillero subterráneo. Bajé las escaleras de la estación de trenes entre una multitud desorientada que esperaba la reposición del tren. Por los altavoces llamadas de alerta indicaban a la gente que saliera a la superficie, que la estación cerraría, y que los trenes no se repondrían durante el resto del día y la noche. Por supuesto la gente de Saitama, Yokohama, Chiba y alrededores, que viaja todos los días una hora y media en tren a Shinjuku para trabajar y volver tarde a sus casas, no sabía dónde ir.

© Abel Erazo

Al llegar a los casilleros no recordaba el número del compartimiento donde había dejado mi equipaje, toqué el sensor con la tarjeta SUICA y la puerta donde estaba se abrió automáticamente, por lo menos parte de la tecnología seguía en pie, pensé.

Inicié mi caminata hacia el bar de mi amigo, con calma pero siempre alerta. Comenzaba a sentir el cansancio en el cuerpo después de más de una hora de tensión. Mientras caminaba veía la multitud de personas en procesión, a pie, hacia sus casas, y pensaba que Tokio estaba retrocediendo en el tiempo, lo analógico comenzaba a superar a lo digital. A pesar de la situación la gente caminaba con resignación, sin pánico ni histeria, sin reclamos. Por supuesto ningún vandalismo, mucho menos saqueo en las tiendas medio abiertas y sin protección. La hiper civilización en shock, tras un golpe sorpresivo pero aún en pie. A la hora y media de caminar decidí hacer otra cola para llamar a Megumi de un teléfono público, no había conexión por lo que seguí otra hora hasta llegar al barrio de Roppongi en Minato Ku. Ya estaba oscureciendo y no quería ni pensar en lo que estaba pasando en el norte. Tenía hambre pero las tiendas 24 horas tipo am-pm estaban saturadas y no quise hacer más colas.

© Abel Erazo

En el bar mi amigo me esperaba con una cerveza en la mano y un casco en la cabeza –exagerado, pensé-. Seguía bromeando y al ver un ambiente más tranquilo pensé que lo peor ya había pasado, que a pesar de las inundaciones del norte y la sacudida en Tokio, todo amanecería mejor al otro día, era lo que quería pensar, ¿qué más podía hacer?

Cenamos en un restorante informal atestado de gente que no pudo volver a sus casas, me preguntaba dónde estaba mi ex, cuando comenzó otro fuerte temblor. Miré a mi amigo y le dije “Ya es suficiente, vamos a tu casa”.

Desde Skype logré contactar a Megumi, quien luego de cinco horas a pie había logrado llegar a su casa. Me alegré y con alivio acordamos vernos al otro día en Shibuya. Envié correos a mi familia en Chile y sin darme cuenta me quedé dormido con el computador portátil sobre mí.

El artículo completo  en este link: 5 días en Japón