Transantiago y el accidente de Tales de Mileto. Una mirada desde la Filosofía.

© Lugar_Citadino en Flickr

Por Cristóbal Balbontín G.*

Con ocasión del anuncio de un nuevo proyecto de inversiones por 1.200 millones de dólares para mejorar el sistema de transporte público metropolitano, parece oportuno reflexionar nuevamente en torno a los fracasos del Transantiago. Esta vez desde la Filosofía.

Iniciada su planificación durante el año 2002 bajo el gobierno de Ricardo Lagos y puesto en marcha el año 2007 durante el gobierno de Michelle Bachelet, el Transantiago contemplaba entre sus múltiples novedades y revoluciones una reforma completa de la malla de recorridos del transporte público.

La elaboración de dicha malla por parte de una elite multidisciplinaria de profesionales y técnicos compuesto fundamentalmente por ingenieros, contempló a través de complejos modelos matemáticos, hacer tabula rasa de los recorridos existentes del transporte público y de los usos y costumbres de los usuarios, estableciendo en su reemplazo la división de la ciudad en 10 zonas según criterios geográficos en la que cada una seguiría una régimen distinto de funcionamiento, combinar el uso de recorridos locales con el uso de troncales y el metro, la eliminación de recorridos periféricos, la contabilización de una flota nueva de buses, la planificación y racionalización de las frecuencias de los buses según distintos horarios y demanda del servicio, la disminución de la cantidad de buses circulando en las calles con el fin de maximizar su uso a la vez que la eficiencia y eficacia del sistema de transporte público aumentado la velocidad de desplazamiento y corrigiendo los males endémicos del transporte en Santiago, esto es, el exceso de congestión, las carreras alocadas con su alta tasa de accidentes, el exceso de contaminación y la mala calidad general del servicio con vehículos viejos y en mal estado. A contrario de lo que muchos creen, el diseño de la malla de recorridos se hizo bajo los más estrictos principios de la racionalidad matemática.

A 3 años de su fracaso, hoy sabemos que una falta de consideración de las prácticas ciudadanas fue fatal en la elaboración de los recorridos. Para muchos este equívoco en el diseño del Transantiago refleja un acontecimiento aislado en el mundo de nuestras debilidades nacionales. Acaso el reflejo de una incapacidad histórica para hacer las cosas bien. Para algunos la expresión de una cierta incompetencia del Estado, o al menos, del gobierno de turno. En el mejor de los casos, una buena idea que fue mal implementada. En el peor de los casos, el prurito de una cierta mentalidad propia de un país subdesarrollado que se muestra incapaz de planificar el diseño e implementación exitosa de un nuevo sistema público de transportes. A mi parecer, todas estas críticas son periféricas y no abordan el corazón del problema que encierra el diseño del Transantiago: Las debilidades del Transantiago no son tan sólo la expresión de una cierta debilidad del discurso técnico –vulgarmente denominado tecnocrático- sino el síntoma de un malestar que afecta el pensamiento occidental en su conjunto.

En efecto, hacia el siglo XV se produjo una mutación metafísica fundamental. El discurso técnico comenzó a tomar como punto de partida el conocimiento científico. Es con Galileo precisamente que el discurso técnico comienza a pensarse unido de forma indisoluble a las ciencias, tomando por base ambas una nueva forma de pensar la física que considera como paradigma la racionalidad matemática. Desde esta fecha hasta nuestros días el desarrollo no sólo de la Física, sino del conocimiento en general sean estas ciencias sociales o naturales, formales o empíricas, han tomado por modelo el pensamiento científico – matemático. De este modo se puede comprobar una influencia duradera en distintos pensadores desde Descartes, pasando por Leibniz, Kant hasta Frege, desde Newton hasta Einstein, por citar algunos ejemplos.

Sin embargo, tal mutación del pensamiento acusa un olvido fundamental. En efecto, la técnica debe su etimología a la locución del griego antiguo tekhne, la que originalmente no estaba asociado a la ciencia sino que alude al saber de mano, forma de conocimiento sensible asociado a la praxis y a la vida cotidiana de los hombres en su mundo circundante por oposición a la episteme o ciencia que, asociado a un carácter formal, hace abstracción del mundo sensible circundante. Este olvido sería denunciado por Edmund Husserl en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental como funesto al provocar el hundimiento y ocultamiento del terreno sensible de la cotidianidad, anterior a las ciencias, cimentando sobre él un mundo de idealidades científico-matemáticas que hace abstracción del mundo sensible y que se ajusta sobre la infinitud de experiencias como un ajustado ropaje de ideas. En este mismo sentido reflexiona Richard Sennett a fin de comprender una racionalidad otra que la racionalidad científico matemática. Para Sennett esta racionalidad otra es la racionalidad artesanal a la que aludía primitivamente la teknhe en la antigüedad helénica, la que con sus tradiciones, flexibilidad y su saber inserto en una localidad o mundo circundante se pone en posición de un conocimiento interesado de cuya calidad dependen el bienestar y sobrevivencia del sujeto cognoscente. La racionalidad artesanal tendría de este modo una dimensión vital pues el conocimiento compromete la existencia y subsistencia de una comunidad, gozando de este modo de una experiencia concreta e histórica de la vida de la cual están desprovistas las ciencias. El mérito, de todas formas, corresponde a la antropología estructural de Claude Levi-Strauss, quién en su libro El pensamiento salvaje denuncia en el pensamiento científico –matemático del ingeniero la pretensión de un proyecto científico-matemático que permanece, a partir de su rol de observador imparcial, en una posición pura y exterior al mundo, de forma que utiliza en su método cognoscitivo operadores matemáticos detenidos en el tiempo privilegiando realidades formales primeras (extensión, peso, masa, velocidad, etc.) en desprestigio de cualidades sensibles secundarias (sabor, olor, color, etc.), que aparecen, a su mirada, con un carácter confuso.

La racionalidad artesanal, que caracteriza el nacimiento del saber del hombre primitivo, al ser parte de un mundo circundante, constituye el conocimiento a partir de recursos que encuentra en su medio ambiente circundante sin hacer distinción de formas y materia ni materias de formas, y sin constituir el conocimiento fuera del tiempo de la historia de la que participa. Esta lógica de lo sensible no toma, como en la lógica formal de las matemáticas, el mundo circundante en su pura pasividad sino que considera que es una naturaleza activa, que cambia, que es contingente, en la que acontecen por ejemplo terremotos y con la cual conviene dialogar. Cada diálogo con la naturaleza remite, a su vez, a una red de diálogos ya existentes que en la forma de un patrimonio que constituyen las tradiciones y la cultura local, y a las cuales se ajusta la vida económica, política y social de una comunidad. Mientras el pensamiento moderno del científico pretende constantemente refundar el mundo con cada nueva teoría a través del método de la tabula rasa con la pretensión de subsumir la realidad a un esquema ideal, la racionalidad artesanal se inscribe en una continuidad de una tradición cultural donde la innovación se equilibra con el conocimiento heredado del pasado. De este modo no se trata de jubilar a la lógica formal, sino de advertir que ella no agota la lógica de lo sensible y que una convivencia se advierte necesaria.

De este modo el fracaso en el diseño de los recorridos y usos del Transantiago se inserta dentro de una narrativa científico-matemática de la realidad que hizo invisible, a una elite de ingenieros y técnicos, la complejidad de lo real. Tal fracaso es el síntoma de un malestar y de un desvío metafísico del pensamiento occidental, en que la noción de racionalidad técnica se ha divorciado hace más de 5 siglos de las dinámicas culturales y del conocimiento práctico que el habitante común tiene cotidianamente de la localidad que le rodea. La participación ciudadana, y en toda su dimensión la democracia participativa, no sólo tiene una función de legitimación de las políticas públicas, sino además una función epistemológica decisiva para la elaboración de las mismas. Ya el viejo Marx decía que no podemos comprender lo que pasa en la cabeza de los hombres sin relacionarlo con sus condiciones prácticas de existencia. De este modo, está demás repetir que el fracaso del diseño del Transantiago nos recuerda la anécdota que cuenta Platon en el Teeteto, en que Tales de Mileto habría caído en un pozo por andar mirando las estrellas.

*Cristóbal Balbontín G. es Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, Magister en Filosofía de la Universidad de Chile, Master en Filosofía de la Universidad Paris X- Nanterre. Becario del Gobierno de Francia y de Chile cursa actualmente estudios de doctorado en Paris.