Editorial – Reflexiones en torno al espacio público

(El Mercurio. 15/11/2009)

La polémica sobre la estatua de Juan Pablo II crea la oportunidad para reflexionar sobre la naturaleza de los espacios públicos y cómo proceder para llegar a un consenso sobre su ubicación. Dejo de lado los otros espacios públicos -los parques y las calles-, concentrándome sólo en las plazas.

Originalmente, la función de la plaza era el intercambio de bienes o servicios -plaza del mercado-. Es el único espacio que precede a la ciudad, un lugar donde no se construye, y alrededor del cual se desarrolla la urbe. El intercambio es el uso fundamental del espacio público, y en torno a la plaza se ubican otros lugares de intercambio como el templo y el gobierno de la ciudad (cabildo o municipalidad). Los intercambios son de bienes por otros bienes (mercado) o por protección divina (templo) o física (gobierno). Así nacen las ciudades alrededor de las ágoras griegas y de los foros romanos, o adosadas a las plazas medievales y coloniales. Estos lugares públicos, que tienen una función específica, son generalmente espacios duros que permiten el tránsito de mucha gente y se usan para comercio, procesiones o actos militares que ayudan a promover el intercambio, ya sea voluntario o impuesto por el miedo a poderes divinos o militares.

Durante el siglo XIX, las plazas duras fueron sustituidas por plazas ajardinadas, como una manera de embellecer la ciudad y mejorar la calidad visual y ambiental con más verde y sombra. Esto coincide con la construcción de mercados techados, generalmente de estructura de fierro, que ofrecen mejor protección ante las inclemencias del tiempo. Al ser sustituidas por amplios supermercados y malls, hoy la función que cumplen las plazas tradicionales es limitada. Sin embargo, las plazas duras todavía tienen un valor simbólico, por lo que significaron, y urbanístico, al permitir la apreciación visual de los edificios patrimoniales de su alrededor.

Las plazas ajardinadas, en cambio, sí mantienen su funcionalidad como espacios de esparcimiento y belleza natural. Las plazas ajardinadas se desarrollaron originalmente en Inglaterra en el siglo XVIII y aún son de uso privado: los residentes del barrio tienen llave para abrir la puerta de reja y pagan por su mantención. El público transeúnte, en tanto, puede apreciar la belleza del espacio verde cuando circula por las calles adyacentes. Quienes visitan Londres pueden notar que en esas plazas prácticamente no existen estatuas, ya que los vecinos se oponen a ello. En las plazas públicas arboladas, que se generalizaron a mediados del siglo XIX como una manera de mejorar la higiene urbana otorgando mejor aire y asolamiento, podrán encontrar alguna estatua -por ejemplo, frente al Parlamento-. Así y todo, en Inglaterra existe una predisposición en contra de las estatuas en las plazas ajardinadas. Como ejemplo de esta predisposición, yo tuve que negociar por un largo tiempo con la Comisión de Monumentos para que nos dejaran construir un modesto monumento a O’Higgins en un pequeño parque de la municipalidad londinense de Richmond, donde nuestro prócer se educó.

Personalmente, apoyo que las plazas ajardinadas no se llenen de estatuas, ya que pierden su papel de incorporar naturaleza al espacio urbano. Sacrificar un árbol me parece un desacierto, y tanto más si la estatua es desproporcionada y domina el espacio natural. Las estatuas deben erigirse en espacios cívicos que tengan, ojalá, alguna relación con su entorno. Un buen ejemplo es la estatua de Andrés Bello frente a la Universidad de Chile. La de Juan Pablo II debería estar ubicada en un espacio público de tamaño acorde y en un entorno más representativo. Creo que una forma de proceder para resolver este impasse sería que una comisión de urbanistas y otros expertos estudiara varias alternativas de localización y consultaran a los vecinos de los barrios donde se podría ubicar, incluyendo a los que trabajan o participan en actividades en el lugar, tal como los estudiantes, para saber sus opiniones al respecto. Con esto se haría participar más a los ciudadanos en las decisiones que los afectan directamente.