Lisboa nos puede servir

Por Ramón Martín Palominos, Abogado y master en comunicación política y empresarial

Si les contara que hay una toda una señora capital de Europa en la que nos podemos bajar del avión y con mochila al hombro caminar para en cuestión de dos horas, a paso normal, estar en el centro histórico de la ciudad, posiblemente adivinarán que les estoy hablando de la capital lusa. Deducirán, por tanto, que el aeropuerto de la ciudad está encajado dentro de la misma y que los aviones que aterrizan, lo hacen a escasos metros de sus viviendas. Pues sí, así es y no parece que esto incomode mucho a los lisboetas, porque su ciudad es, a pesar de ello, silenciosa.

Cómo no iba a serlo, si los vehículos que se encargan de trasladarlos son el metro, el tren, los elevadores, el tranvía y a esto se suma una continua línea de modernos autobuses cómodos y amables. La ciudad, con solo un millón de habitantes, más otro millón en los radios extra, parece disfrutar de una armonía perfecta.

Se trata de una ciudad que se ha tomado la molestia de ser hermosa, de conservar cada palmo de su línea de tiempo, porque cada tramo rebosa historia. La pobreza existe y no es poca, pero ¿dónde está? Porque al caminar por sus empedradas aceras solo vemos edificaciones de belleza deslumbrante, sin embargo, ahí están ante nuestros ojos, pero detrás de las puertas y ventanas de cada portal. Ahí están los pobres, en sus casas, conviviendo en los barrios históricos, observando desde sus balcones los muros del Castelo de Sao Jorge, o descubriendo la ciudad asomados al mirador de San Pedro Alcántara – ¡qué vistas! – o bajando por la calle de la Misericordia hacia el Baixa Chiado, o buscando alguna tasca barata hacia el puente Salazar.

Son esos habitantes los que han sabido conservar su ciudad, pero también se han aprovechado de esa conservación. Porque vivir en un barrio histórico, o barrio típico en clave chilena, tiene sus ventajas.

Más detalles después del salto.

La administración invierte en su conservación porque es el atractivo de la ciudad, la razón del interés de sus visitantes. Los emprendedores aprovechan las economías de escala a la sombra de los más exquisitos y encantadores locales abiertos al público. Sus habitantes, ricos o pobres, se benefician por igual del valor añadido de estos barrios: transportes, servicios, mucha seguridad y buen ambiente. Esta es una característica común a todo casco histórico de cualquier ciudad europea.

Pero es quizás en Lisboa donde esta marca se nos revela a los chilenos mucho más familiar que otras, porque la ciudad, abierta al río y al Atlántico, es imposible que no nos recuerde al puerto amado. Sus elevadores, más señoriales que los porteños, ayudan a subir y bajar sus suaves colinas y dan un toque pintoresco a la ciudad.

Una ciudad tiene un capital que es su historia. Este capital puede estar dormido, como es el caso de muchos barrios de Santiago, o a la espera de que sus moradores muevan ficha. Puede transformarse hasta desaparecer a golpe de pagarés, o reinventarse aprovechando sus propias sinergias. El dinamismo transformador del barrio puede expresarse a través del rescate de sus propios valores, de sus principios y de sus tradiciones, incorporando a los vecinos, a los que quieran, en un horizonte de nuevas oportunidades de negocio que hagan sostenible la estructura tradicional de barrio. Esto, a largo plazo, es rentable para el barrio y para el conjunto de la ciudad.

Nadie ha salido perdiendo y todos salen ganando, porque el espacio urbano no deja de crecer en un modelo de negocio basado en el desarrollo de sus modernas zonas residenciales y sus cascos históricos, con otro modelo, atrayendo a millones de visitantes. Es lo que vienen haciendo las ciudades europeas, solo que desde hace cientos de años, diversificando su economía y ofreciendo oportunidades de emprendimiento a sus propios vecinos.

Me he detenido en Lisboa porque dicen que es la capital europea más vieja, incluso más que Roma. Además, porque su sencillez y su amabilidad me recuerdan a una ciudad del mundo menos desarrollado, una ciudad cosmopolita donde las haya, que rebosa belleza hacia donde dirijas la mirada, con un pasado imperial que ni los cientos de aviones que la surcan a tan pocos metros del suelo la inquietan en su laxitud plena, llenísima de vida.

Lisboa es una ciudad acogedora, gentil, sin aires de primer mundo ni complejos arrogantes, pero a la vez alberga una vanguardia privilegiada en todos los sentidos. Fijarnos en este modelo nos puede servir a los chilenos de punto de partida en un momento de transición de nuestras ciudades, hacia no se sabe bien dónde ni en qué dirección.