Santiago, mon amour

Hay una capital distinta en los ojos, nariz y boca de los franceses. Los que se quedaron aquí para siempre y los que están por mientras saben sacarle partido a Santiago casi sin echar de menos su patria. Y como son gozadores innatos y sibaritas, resulta provechoso investigar dónde compran pan, degustan foi gras, practican su deporte… y ríen.

por Soledad Castro
(La Tercera – 18/10/2010)

Domingo en la mañana. Ciclistas, trotadores y paseadores de perros esquivan a un grupo de personas que interrumpen su lineal trayecto por el parque de Américo Vespucio, en la esquina con Candelaria Goyenechea, comuna de Vitacura.

El grupo se ve muy profesional y serio. Poco se desconcentra cada uno de sus miembros cuando alguien se detiene a mirarlos mientras tiran bolas de acero desde un círculo trazado en la tierra. Es una mayoría de hombres que transitan entre los 20 y 70 años. Parecen extranjeros, pero al poco rato descubro que en el grupo también hay chilenos. Alguno me sopla que son bienvenidas todas las nacionalidades, pero casi siempre coincide un común denominador entre ellos: on parle francais. Se habla francés.

El ideal marsellés es una mañana de petanca y pastis, un anís muy, muy helado -ojalá marca Ricard- con agua. Pero eso tendrán que dejarlo para cuando haya terminado el juego, porque en el bandejón central de Américo Vespucio no hay cafés ni bares donde pedirlo mientras lanzan las bolas.

La petanca se impuso aquí ya en los años 70, cuando un grupo de galos que trabajaba en la Línea 1 del Metro empezó a tomarse esta esquina cada mañana dominical. Ernesto Garote se unió a ellos en 1976, y hoy es el encargado de medir con metro las boules más próximas al cochoné. En verdad, es todo lo que aprendí en una mañana: que la bolita chica que se lanza primero se llama cochoné y que hay que aproximarse a ella lo más posible con las boules, bolas de acero que parecen de cañón. Creo que es mejor no tocar ni mover con ellas la cochoné, pero tampoco importó cuando lo hicieron. “Asesórese en Wikipedia”, recomendaron a carcajadas.

En Francia, la petanca se ve en todas partes y a cada rato. De hecho, si un turista abandona el país sin antes haber visto -aunque sea de lejos- una partida, es evidente que no ha conocido el país. En Francia, la petanca es universal. “Es un juego y deporte democrático, no importa el número de competidores ni su edad, los grupos se arman a partir de quienes lleguen a jugar. Puede venir un niño de cuatro años con su bisabuelo. Es un juego que tiene mucho que ver con el espíritu chileno. Es amistoso”, dice un galo, mientras espera su turno para lanzar. “Con este ejercicio se disfruta, se conversa, se come, se comparte. Se puede practicar en cualquier plaza, terreno, parque”.

Otro de los participantes habla de economía: que es un deporte barato, porque no se necesita más que dos o tres de bolas y un lugar donde tirarlas. “Tengo éstas hace 30 años, aunque son las mejores”, dice, mientras muestra con sonrisa de dientes la mejor marca mundial: Obut…, la que nunca se oxida. (En Chile, algunos están intentando hacer las suyas, pero lo normal es que consigan que alguien se las traiga de Europa).

“Lo local y artesanal es ley natural en Francia; la vida de barrio es muy importante, tener un panadero cercano, la charcutería vecina y el doctor de familia. Me lo confirma el chileno-francés Roger Claudet, uno de los médicos de la embajada francesa. “Valoran mucho poder salir a caminar por el sector, y en Santiago eso ocurre cada vez más enVitacura, porque sus hijos estudian normalmente en la Alianza Francesa. También adoran Lastarria, y buscan usar más la bicicleta que el auto. Prefieren los pequeños locatarios a las grandes franquicias, lo hecho a mano que en una fábrica, las tienditas a un mall… a ojos cerrados”, me repite Claudet.

La Chocolatine cumple con todos esos requisitos. Partió como panadería francesa y se ha ido transformando cada vez más en cafetería. Sus dueños tienen claro que quieren resguardar lo artesanal y local, a pesar de lo tentador que suena ampliar el negocio y multiplicar los panes. Está abierta todos los días, y los domingos la gente cruza de la Iglesia de Los Castaños directo a la boulangerie (así se dice panadería en francés). En boca de un cliente que estudió en París y viene seguido a tomar un café para “recordar esa época”, este pequeño local es un “hervidero de franceses”, característica que sale a flote al poco rato de estar ahí.

Es muy normal que si te sientas a trabajar en tu computador -maravillosa alternativa frente a las cadenas norteamericanas de café: más bueno, más barato y más acogedor-, Iris te traiga tu gigante cortado con calentitos croissant (los mejores del mercado, por lejos), o pain au chocolat y te desconcentres viendo entrar a Martita, la elegante mujer que llega en taxi casi cada mañana, o a la familia gitana que pasa a eso de las 11 como un tornado. O al señor que viene cada tarde por sus pastelitos eclaires.

Marc y Joel, los relajados socios, si no están metidos en el horno, toman café en una de las mesitas. Y ahí te quedas tú, frente al teclado, intentando describir el olor a pan calentito, la textura de esa baguette (corteza crujiente, miga blanca y agujereada, pero blandita y fresca). Es una bendición que los franceses le estén sacando partido a esta ciudad y yo pueda gozar del usufructo tan fácilmente.

Mi amiga Sandrine pasó una mañana a la mediateca de Francisco Noguera 176, Providencia, donde está el Instituto Cultural Francés, e intercambia revistas cada siete días. Allí trabaja su amiga Danielle, rodeada de libros, música, películas y revistas que la mantienen rigurosamente al día de todo lo que pasa en su país.

Esta casona es el gran punto de encuentro de los galos en Santiago. Da gusto pasar por aquí un sábado en la mañana, cuando los niños vienen a escuchar al cuentacuentos (los primeros del mes, en francés y español) y los papás aprovechan de excarcelar su lengua natal y hojear las historietas -BD o Bandes Dessineés- de Metal Hurlant, de llevar la última película con Audrey Tautou o de disfrutar las grandiosas quiches del chef Bernard Leroy Pawloff en la cafetería.

A los franceses les gusta comer bien. Si es en casa, tiene que ser con champagne -siempre Brut-, con Les Rillettes du Mans (un paté), con foie gras o confit de canard, el pato cocido en su grasa. Aunque lo más seguro es que Didier Veracini -dueño de La Maison de Provence, una fábrica de paté y embutidos finos en Santiago- los haya premunido a todos de merguez, longanizas picantes de carne de cordero.

Cuando los franceses están en casa y son cuatro, seguro que hay una partida nocturna de cartas, La Belote… (mejor busque las reglas en Wikipedia o repase uno de los libros de George Perec La Vida, Instrucciones de Uso).

Pero hoy la cita es al almuerzo y sin La Belote. Con Sandrine y Danielle, en el que se está posicionando como el restorán preferido de los franceses que viven en Santiago. Porque entre los aplaudidos y vilipendiados, Les Assesins, la Maison de France, Le Ganges, Vietnam Discovery y Boca, el jugoso y recién aparecido menú de Le Bistrot es el que deberá llevarse la estrella Michellin en Santiago.

¿Le Bistrot? Qué tiene de especial, le había preguntado a Sandrine semanas antes de ir. Y ella se había puesto a gesticular como debería hacerlo un hombre describiendo a su enamorada. “Me gusta su ruido, me fascina cómo suenan los platos, la campana que parece gritar cuando están a punto de salir de la cocina y, cuando llegan a la mesa, sentir por fin el sabor auténtico y artesanal. Me gusta que me saluden en francés, la rapidez y calidad del servicio versus el ambiente relajado, la agilidad, los precios. Es que estar aquí es como estar en un verdadero bistrot”.

¿Cómo será uno verdadero?, me sigo cuestionando mientras Danielle y Sandrine ríen a carcajadas. El diccionario presenta como “bistró” a un local popular, económico y casero, que partió para alimentar a los obreros hambrientos, pero que luego evolucionó como el mejor lugar para conocer la comida franchute.

Este es riquísimo, informal, barato -para el promedio al que estamos acostumbrados- y a la vez elegante. Su dueño y chef, el bretón Gaetan Eonet, se instaló hace cuatro meses en Providencia ofreciendo el plato del día por $ 2.900: hogareño, rico, sano y reponedor, como el Sauté de Boeuf au Merquén et Pureé (carne saltada en merquén y puré). Pero créanme que el pan con foi gras que alegra la espera ya paga la visita. Y si pides agua, te traen agua de la llave con buena cara, aunque Sandrine prefiere siempre su Orangine, la Fanta gala (me va a retar por esto) y un pichet, el jarrito de vino.

Vamos a los otros platos. Los hay simples y elaboradísimos, aunque todos se preparan en el momento y con ingredientes originales (¡qué quesos!). Puedo dar fe de las ollas de fierro que llegan calentitas a la mesa con Moules Frites (típico plato normando, exquisitos choritos al vapor y papas fritas, $ 3.900); la vegetariana Crepe Fermiere, la clásica Quiche Loraine y el más sofisticado L’ Escalope de Foigras Poetee et sa Tatin aux Pommes, difícil de apreciar por un paladar común y corriente, por ser extremadamente fiel a la receta original ($ 13.200). Entre los postres, reluce la verdadera Crème Brulée ($ 1.900), la Tarte Tatin calentita y generosa de manzanas con helado de vainilla y crema ($ 2.500) y el Mi ciut au chocolat ($ 2.600), de corazón derretido de chocolate. En medio del banquete es normal que se acerque el dueño de casa, simpático, a preguntar si todo está bien. Y la verdad es que todo ha estado muy bien.