Viajando por las entrañas del Transantiago

transantiagoPor Manuel Valencia, El Mercurio.

La micro 106 es la que más tiempo tarda en completar su recorrido. La 201 es la que más pasajeros traslada diariamente. Los usuarios de ambas líneas cuentan cómo es vivir equilibrándose, protegiéndose y, si se puede, durmiendo, en esta jungla sobre cuatro ruedas.

“¡ Chuta que es tarde!”.

Elizabeth Díaz acaba de presionar con sus dedos la pantalla de su celular para mirar la hora. El brillo rebota en sus anteojos. El reloj digital marca las 7:05 y aún es de noche. “Tarde” no es precisamente el adjetivo que acompaña la escena. Pero para los miles de santiaguinos que a diario se desplazan desde la periferia, la mañana es más larga y la madrugada apenas dura un momento.

Elizabeth frunce la boca y levanta la vista para perderla en la avenida Pajaritos. Aún no pasa la 106. Tiene exactamente una hora y media para llegar a su trabajo en Providencia.

-Hoy día salí tarde. Debería estarla tomando, a lo más, a las 6:45.

El rechinar de un bus articulado del Transantiago, que frena con esfuerzo en el asfalto, le devuelve la calma. Como autómatas, los 20 pasajeros suben en fila y entre sucesivos bips se pierden en los asientos fríos. Cerca de la calle San José, en la segunda comuna más poblada del país, la 106 inicia su largo recorrido de 40 kilómetros por el centro de Santiago hasta La Florida.

El servicio de la empresa Alsacia es el que más demora en completar su recorrido de los 368 que integran la locomoción colectiva capitalina, según un documento del Ministerio de Transportes, informado por la Ley de Transparencia. En total completa su ciclo de ida y vuelta, entre Maipú y La Florida, en poco más de 4,5 horas.

-Es una micro que siempre va llena y se entrampa en varios tacos. Yo la tomo todos los días.

Marcela Inostroza habla aferrada a la barrera, que brilla de lo gastada que está. Mira de nuevo el reloj. En la calle pasan rápido las luces amarillentas de la luminaria pública, las casas con ventanas encendidas y los retazos de escolares caminando con gorros.

-A veces se va rápido, pero siempre se queda pegada en el camino a Melipilla, después en la plaza y en Pajaritos.

Dentro del bus hace frío. Por la puerta mal cerrada y algunos orificios en el chasis se cuela el viento gélido de invierno. Afuera, el termómetro marca 5 grados; adentro, también. Dos mujeres se frotan las manos enfundadas en sus guantes de lana. Por allá otra duerme de brazos cruzados y el ceño fruncido. “En las micros amarillas había más calor, pero ahora no. Siempre hace frío”, rememora un hombre que mira la escena.

Cualquier micro sirve

A esa misma hora, en San Bernardo, 20 pasajeros hacen fila para esperar la 201 Expreso. Se decepcionan cuando el terminal expulsa una 201 regular, que en lugar de ir por la autopista va por la Gran Avenida. “Se demora el triple o más”, acota una mujer. Pocos suben. Prefieren esperar la próxima.

Una de las que la aborda es Soledad Díaz. Se queja, porque solo tiene dos opciones: tomar un colectivo hasta Mapocho, pero que siempre van llenos y cuesta agarrarlos.

-La otra es la 201 Expreso, pero acá hay una falta de respeto. Las tiran todas por la Gran Avenida, que se van conejeando. Y sale una fuera de recorrido y después del paso bajo nivel le ponen recién el letrero de Expreso.

La 201 es la micro que más pasajeros transporta en el Transantiago, casi 28.000 diarios. A las 7:00 se repleta, mientras los minutos se consumen cerca de la plaza de San Bernardo. “¡Ya pueh!”, grita alguien. Otros duermen de pie. Una mujer se sienta sobre un bolso y se afirma con ganas. Isabel Mancilla, secretaria que trabaja en Providencia, explica que “hay que andar con cuidado acá. Abajo y en la micro hay lanzas”.

Cuenta que incluso en el paradero el “cabro” que vende golosinas dice: “Super ocho las carteras” -lo hace imitando la voz- “y una sabe que ‘¡pum!” las tenemos que afirmar'”.

-Hay una ladrona que es chora, nos encara y se sube y se baja como Pedro por su casa. Un día se topó a un carabinero y hasta le pidió que le mostrara la identificación policial…

La micro logra zafarse del taco y toma vuelo en Gran Avenida. “Por acá -advierte Isabel- se suben los pillos que no pagan. Igual acá no hay dónde cargar la tarjeta. Las chicas que controlan en el paradero nos dejan pasar cuando no tenemos cupo. Nos conocen y saben que al otro día vamos a pagar. Pero los pillos pasan, y da rabia”.

Germain García, que va hacia su trabajo, lamenta que no haya una línea de metro. Que espera verla antes de morirse. Lo acompaña su mujer, Carmen Durán, y su hijo, que se llama como él.

Asegura que la micro es un desastre, que pasan dos o tres vacías y después se demora 15 minutos en pasar la que sigue. “Se viaja mal, incómodo, hace frío, se suben lanzas. Los choferes son bruscos. Es un sacrificio todos los días subirse, y no tenemos otra opción”, se lamenta. Su esposa lo secunda.

-La locomoción no es mala, ¡es pésima! Esto es puro sufrimiento todos los días.

En Maipú, la 106 se detiene cerca de cuatro minutos en la plaza. “Yo acá tomo el metro. Si sigo en la micro, no llego nunca”, se despide rápido Elizabeth, mientras se baja de la máquina corriendo para sumergirse en una turba organizada que se pierde por las escaleras hacia el tren subterráneo. La micro se tambalea con el movimiento incesante de los viajeros que la dejan y de quienes los reemplazan, dejándose caer en los asientos aún tibios.

Además del apuro y el tedio matinal, los abrigos, suéteres, bufandas y gorros negros, grises y burdeos se funden en esta postal. La mitad de los viajeros se aísla con audífonos y el silbido lejano de su música se mezcla en un solo ruido estridente y monocorde.

El sueño también los iguala. Algunos cabecean al compás del vaivén del bus. Otros, inmersos en sus teléfonos, “whatsappean”. Cuando la micro frena bruscamente, dos cuadras más adelante, una mujer casi se cae, pero sus reflejos, acostumbrados a los movimientos repentinos, la equilibran.

-Una vez, una señora se quebró el brazo. Se cayó y se pegó en el fierro. Es que manejan como locos. Alberto Peña es un técnico en sistemas que viaja a su trabajo en el centro. Con la seguridad que le da la rutina diaria de transporte, afirma que lo mejor es irse sentado: “No por comodidad, sino por seguridad, porque estos asientos son duros y quedas adolorido en los saltos de la micro”.

Mientras la 106 avanza por Pajaritos, las luces rojas o verdes de la operación Expreso se recortan en la oscuridad. Los trenes celestes parecen volar en el viaducto que apenas se ve, mientras Marcela Inostroza relata que ella no toma el metro porque se da una vuelta muy larga por San Pablo “y la gente va más apretada que acá”.

Despunta el alba

El bus entra al corredor de Pajaritos cuando se escucha “Coooperativa. 7,50 minutos. 7,50 minutos” desde una pequeña radio recargable que escucha, a medio volumen, Esteban Vivanco.

-Siempre la traigo. Se me pasa más rápido el viaje.

Por las ventanas empañadas se aprecia que las casas quedan atrás, que Pajaritos da paso a la Alameda y el bus llega a Las Rejas, donde otro tropel de pasajeros se baja y nuevos usuarios suben. “¿Pasa por Vicuña Mackenna?”, grita una mujer cargada de bolsas de nylon.

El bus tambalea mientras Santiago comienza a amanecer.Tras recargarse de viajeros, avanzará entre pequeñas aceleraciones y frenazos bruscos que suenan como un vidrio rayado con un cuchillo. Con pasajeros que activan los ademanes para evitar caídas. Con la luz azul del amanecer despertando a algunos viajeros mientras se detiene frente a la Universidad de Chile y se suben los que van a La Florida. “A esta hora hace más frío”, dice una mujer entre bostezos. Su día recién está comenzando.