La travesía a una señorial mansión de Santiago
Escrito por: Mario Rojas Torrejón y Fernando Imas Brügmann / Licenciados en Conservación y Restauración.
Siempre nos llamó la atención esa vetusta y armónica construcción en la Alameda, con su intrépida torre y esos enigmáticos salones, que de vez en cuando se dejaban ver entre repuestos de autos y piezas de hojalata. ¿Qué maravillas oculta? ¿Será sólo una fachada bonita? nos preguntábamos incesantes. Y hoy por fin, luego de divagar largas horas por el centro de Santiago, logramos entrar.
Ésta es la crónica de un mágico viaje al epicentro del mítico Palacio Elguín.
Entrar al Palacio Elguín ya no tiene la pompa de sus mejores años, por esa gran puerta con lucarna en plena Alameda, que desemboca en un amplio pasillo con muros estucados y bóvedas en el cielo, donde se posa la figura de una mujer con peinetón y ramillete, que desde su domo observa al visitante desde lo alto como cerrando las viejas mamparas de vidrios biselados que aun sobreviven entre estanterías, mesas, sillones y televisores en desuso.
Hoy se ingresa por la antigua entrada de coches en Calle Brasil n°40, que se abre a un patio largo convertido en estacionamiento de autos. Limita al oriente con la zona de servicio: un pabellón de ladrillo, ventanas avitraladas, rejas de fierro fundido y enredaderas. Se une esta zona a una galería con grecas en la cornisa, que en una esquina ha sido mutilada, para dar nuevo acceso a la mansión.
Caminamos pasando dos salas con techo abovedado hasta llegar a un pasillo con piso de mármol gris y guirnaldas en los muros, vestigio maravilloso de la extensa galería central, que resguardaba un patio o jardín de invierno. Más al sur estrechos corredores secretos nos llevan al enorme Comedor de la mansión. Entre la oscuridad se veía una maravillosa claraboya circular, con vidrios esmerilados y de colores, con cuatro rostros mirándonos fijamente. El cielo presenta un fantástico trabajo de artesonado, con madera policromada en colores azules y dorados. Los muros tienen pilastras de madera, terciopelo rojo y un enmadero de raíz a media altura. En una esquina estaban aun las viejas puertas, con vidrios de colores y de más de tres metros de altura. La habitación era larga, y la decoración se acercaba al pretencioso renacimiento francés, estilo utilizado comúnmente en el siglo XIX para decorar el Gran Comedor de los nuevos palacetes. Fue éste el sitio predilecto para los grandes banquetes, y donde seguramente Elguín veía satisfecho todos sus esfuerzos, entre finos platillos, el reloj dorado con la figura de atlas y la hermosa vitrina tallada con la Reina Isabel entregando sus joyas a Cristóbal Colón.
La sala termina en un pasillo central, que según el plano conduce a otras estancias de menor tamaño. Entramos por la única puerta abierta, a una sala con piso de parquet que dibuja la imagen del sol naciente oriental, en los muros hay largas franjas con letras chinas y un impresionante cielo con un plafond circular, atiborrado de ornamentos chinescos. Debe ser el famoso Salón Oriental. Que en sus mejores años albergó la gran pagoda japonesa de madera dorada, divanes con tapiz de seda, porcelanas chinas, alfombras persas y una lámpara de bronce con armas de Tokugaba.
Seguimos avanzando y pasamos a una habitación grande, nos recibía la imponente figura de un hombre sentado en una roca. Bajo él se extendía una escalinata imperial, que bajaba en dos tramos, con gruesos balaustres y pasamanos de mármol. A nuestro alrededor dos portadas, con arcos de medio punto, rematados por frontones triangulares, decorados con una heráldica de yelmos medievales y ardillas. Altos ventanales y columnas, se elevaban a más de cinco metros, para dar paso a una extensa cornisa, que sostenía arquerías con columnas jónicas policromadas, un cielo curvo, aun pintado con motivos vegetales y artísticos, remataba en una enorme claraboya rectangular, sostenida por pequeñas ménsulas de figurativos rostros femeninos. Era este el legendario Hall Central, menos románico de lo que creíamos, pero mucho más barroco y extraordinario. Podía ser el patio de una villa italiana o una galería de la Francia de Napoleón, pero definitivamente, lo que veíamos no era Chile.
Al sur hay una serie de umbrales tapeados, que dejaban entrever la sucesión de salones hacia la Alameda. Al centro, por una gran puerta, se veían las famosas salas estilo Luis XVI y Luis XV. Los techos habían sido bajados, pero aun se podían apreciar las sinuosas molduras, estucos recargados en las paredes, medallones y un gran arco que los unía; visión desoladora, sin pensamos que antes deslumbraban por su impecable mobiliario francés dorado de época.
Al fondo, el Salón Árabe, con su techo decorado con vivos colores, y sus muros cubiertos por parachoques, donde antes los grandes espejos reflejaban muebles con incrustaciones de nácar, lámparas árabes, bustos de mármol y figuras de fierro.
Al subir nos encontramos con un amplio entrepiso, que conduce a otra escalera de madera tallada, que desemboca en el corredor del segundo nivel. Al sur un umbral indica el ingreso a la zona íntima, los dormitorios. Acá la desolación es evidente: hay un pasillo central con medallones que contienen rostros de ángeles, símbolo de la divinidad por sobre la humanidad. A los costados existen varias estancias, cañerías rotas, remodelaciones y mucha basura.
Al fondo, dos grandes habitaciones con estucos miran a la Alameda y están conectadas entre sí, y con un baño y vestidor. Seguramente se trata de los dormitorios de Nazario Elguín y su mujer Carmen Rodríguez.
El tercer nivel es un conjunto de habitaciones subdivididas, al que se accede por una alta escalera y un amplio recibidor con un ventanal de par en par, cuya ausencia de vidrios ha hecho que los estragos de las palomas y el tiempo eliminen todo vestigio de un pasado mejor.
Subimos por la endeble escalera que conduce a la cúpula, un gigantesco armazón de madera desde donde se puede ver todo Santiago.
Nos sentimos en la cima del mundo, quizás la misma sensación que tenía el viejo minero cansado, mirando la ciudad a más de 30 metros de altura, resguardado por esa cúpula rematada por un orbe y un monograma que encierra un nombre: Nazario Elguín, en lo que fuera la residencia más alta de la capital en el siglo XIX.
Despidiéndonos, bajamos extasiados, por esos corredores decadentes y magníficos. Volvemos a ese vestíbulo, sacado de una escenografía trasplantada de la vieja Europa, y admiramos por última vez quizás, la magnificencia de ese pequeño rincón en el centro de Santiago, huella de dos artistas extraordinarios- Teodore Burchard y Alejandro Boulet- que dejaron su marca de extravagancia y lujo decorativo, en lo que fue el capricho de un notable personaje de nuestra historia, que habitó por algunos uno de los más espléndidos palacios del Chile Republicano…
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