Editorial – Seguridad e intercambios energéticos

(El Mercurio. 28/10/2009)

La inauguración de la planta de regasificación de gas natural licuado (GNL) de Quintero es un paso significativo para la seguridad y la diversificación energética de Chile. Es la primera en el hemisferio sur; requirió financiamientos superiores a los mil millones de dólares de la banca internacional; cuenta con avanzadas tecnologías y asegura el abastecimiento de gas para el consumo residencial, comercial e industrial de las regiones V, VI y Metropolitana, y respalda una parte importante del sistema interconectado central. Las obras pertenecen a un consorcio de prestigio, integrado en 40 por ciento por British Gas (BG) y por Endesa, Enap y Metrogas, cada una con 20 por ciento. Adicionalmente, BG celebró un contrato de suministro por los próximos 21 años. Esta iniciativa fue apoyada decididamente por el Presidente Lagos y luego por la Presidenta Bachelet.

Dichas obras ponen fin a la precariedad derivada de la fracasada integración con el gas de Argentina. Tras un beneficioso período inicial, la excesiva dependencia y las restricciones de suministro del gas trasandino terminaron creando incertidumbre en centenares de miles de hogares, dañaron a numerosas industrias (algunas de las cuales cerraron, con el consiguiente desempleo), y provocaron la pérdida de miles de millones de dólares invertidos en cuatro gasoductos e instalaciones que han debido amortizarse por los cortes unilaterales decretados durante las presidencias de Néstor y Cristina Kirchner.

Adicionalmente, los cortes de gas disminuyeron la eficiencia en la generación; aumentaron la contaminación, por la obligada y costosa sustitución a petróleo diésel, y provocaron gravosos litigios entre suministradores y consumidores locales. También comprometieron la confianza en Argentina y afectaron las relaciones vecinales, incluyendo aquellas con Bolivia, que condicionó sus ventas de gas a Argentina a que no se transfiriera “ni una molécula” a Chile. Asimismo, aumentaron los costos de nuestra energía, que pasaron a constituir uno de los más elevados del mundo, con la resultante pérdida de competitividad nacional.

La interconexión con el gas argentino se basó en los correspondientes tratados —celebrados en sucesivos mensajes presidenciales— suscritos por los presidentes Menem y Frei Ruiz-Tagle, en la creencia de que serían respetados por los siguientes gobiernos argentinos y de que existían cláusulas eficaces para que la diplomacia chilena los hiciera exigibles.

Esa amarga experiencia hace impensable repetir semejante integración desnivelada, pero eso no debería impedir el intercambio energético con Argentina, Uruguay y Paraguay. Es posible intercambiar gas importado por Chile desde otros mercados, usando el gasoducto desde Quintero a Argentina, para recibir a cambio el mismo combustible argentino en Punta Arenas o Concepción. También es posible intercambiar y compensar el gas que Argentina proporciona a Uruguay, e importar electricidad desde Paraguay mediante un intercambio energético con Argentina.

Todas estas iniciativas están abiertas por las empresas chilenas, y su materialización sólo depende de la voluntad y capacidad de los gobiernos. A diferencia de la frustrada y costosa integración energética, estos intercambios no necesitan inversiones y son posibles con la infraestructura disponible, pero requerirán acuerdos internacionales que garanticen su cumplimiento.

Salvo los recursos hídricos, amenazados en su desarrollo por presiones de algunos grupos ambientalistas, la generación energética continúa dependiendo totalmente de combustibles importados. La planta de GNL es una excelente noticia, pues permite contar con un combustible limpio y proveniente de mercados más confiables. Falta aún avanzar en la diversificación y la seguridad energética, que deben ser cometidos prioritarios para los próximos gobiernos chilenos.