Segregación humana, segregación urbana: una mirada socioterritorial desde el otro lado del muro

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Muchos somos los que hemos quedado desconcertados ante el éxito de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Y no precisamente por ser Hillary Clinton una alternativa superadora ni por los resultados que iban arrojando las últimas encuestas, sino más bien por el discurso -y el modo de actuar- expresamente radical y radicalizado del ganador, sustentado en declaraciones y comportamientos racistas, misóginos, xenófobos, entre otras formas de discriminación, menosprecio y agresión hacia diferentes grupos sociales.

Como una suerte de mecanismo de defensa, tendimos a suponer que era imposible que ocurriera lo que finalmente ocurrió. Pareciera ser que la  necesidad de no creer era más fuerte; o la tarea de abordar un análisis prudente era más difícil que autoconvencernos de la imposibilidad de que un pueblo que había votado en dos ocasiones a un presidente afroamericano fuera a elegir esta vez a quien expresaba las ideas de grupos xenófobos y racistas.

Pero no fue así. Y si bien en este caso el voto popular se volcó por H. Clinton, el sistema de democracia indirecta, de delegados y colegios electorales permitió inclinar la balanza hacia el lado del candidato republicano. Esta situación nos obliga a reflexionar acerca de este sistema de gobierno. Es decir ¿en qué medida puede considerarse democrático, representativo o “justo” que el destino de un país de más de 325 millones de habitantes -unos 218 millones de habilitados para votar- sea definido por un Colegio Electoral conformado por 538 votantes en una elección donde además sólo votan los que quieren y/o pueden? A estas circunstancias se les suman otras quizás ajenas a los escenarios latinoamericanos, además de complejas y confusas.

Habiendo planteado este contexto como un punto importante para la reflexión, dejaremos estas cuestiones para que oportunamente puedan profundizar los expertos en la materia. En consecuencia, dedicaremos más no sea algunos párrafos a las implicancias territoriales y espaciales emergentes del discurso del presidente electo de los Estados Unidos. Un discurso que se caracteriza por estar cargado de segregación, estigmatización y rechazo hacia el “otro”. Ese otro que es también el “diferente”, el “peligroso”, el “marginal”, el “periférico”, el “lejano”.

En otras palabras, el que vive en la periferia, en el margen, del otro lado de la frontera. Esa frontera donde se debe levantar un muro -dicho por el propio Trump- que no hará más que expresar físicamente diferencias que no existen en otro lugar más que en el plano de las ideas y en las construcciones sociales hegemónicas que muchas veces nosotros mismos reproducimos. Y no porque ya no exista tal muro -tanto físico como simbólico-, sino porque al parecer nunca estamos tan segregados y distanciados como debiéramos -siempre y cuando no nos necesiten-.

Desde que los conquistadores europeos nos convencieron de que estamos ubicados en la parte inferior del mapa -previo a haber definido también que el sur es abajo-, todo aquello que no era Noroccidental y “moderno” era considerado periférico. La construcción de aquéllos límites ha representado un discurso de segregación y un paradigma cultural que se ha encargado de institucionalizar dicho discurso arrojándonos a los espacios residuales.

A partir de este tipo de discursos, representado en este caso en la figura de Donald Trump pero cada vez más  fuerte en muchos países y sociedades, es interesante recuperar algunas ideas y conceptos elementales para comprender lo que ocurre “de nuestro lado del muro”. En primer lugar, habitar la periferia, la frontera o los márgenes implica la existencia de un centro o núcleo que viene a ser todo lo que no es marginal o periférico. Ahora bien ¿Quién determina qué es periférico y qué céntrico o central? ¿En relación a qué se definen esos lugares y, con ello, a sus habitantes? ¿Cuáles son esas periferias y cuáles los centros y por qué?

Lejos de tener respuesta a estos interrogantes, el ejercicio de pensarlos nos interpela y nos demanda una serie de reflexiones necesarias que deben surgir del propio seno de las “periferias”. Si no pensamos nuestra propia realidad y analizamos los diferentes escenarios bajo nuestro propia experiencia otros lo harán por nosotros. Y esa es una historia repetida.

La periferia entonces es una noción que además presupone que debemos entender a la marginalidad no como lo que define a algo externo o ajeno a un territorio determinado; o como suele decirse de ciertos grupos “que están fuera de la sociedad”, sino más bien -como sostiene la socióloga argentina Alicia Gutiérrez- como un concepto que remite a poblaciones que sí están insertas en un determinado espacio y en una determinada sociedad, pero que ocupan las posiciones más desfavorables de la misma.

Para un correcto abordaje de las problemáticas sociales que nos ocupan, no debemos perder de vista esto último: las poblaciones y territorios más vulnerables no se encuentran en algún lugar incierto, lejano, detrás de los muros, sino que forman parte esencial de un mismo sistema que los arroja hacia espacios marginales y los cataloga y estigmatiza en consecuencia. En este sentido forman parte de tal sistema, pero ocupando los peores lugares.

No obstante a ello, la frontera como construcción social no es ajena a las interacciones, confrontaciones, pugnas y contingencias propias de la sociedad. En términos de Michel De Certeau, al mismo tiempo que separa y limita, la frontera crea comunicación y articula, estableciendo también las posibilidades de paso, de “puentes” que se van construyendo para completar intervalos, llenar espacios y acercar puntos.

En este sentido, el puente aparece como una figura fuerte para la interacción, aunque ambivalente. Es decir, en ocasiones puede funcionar como enlace, pero también opone, distingue y distancia. La importancia de estos elementos radica entonces en la capacidad de transgresión y desafío a un orden establecido: a la vez que reconoce la alteridad de lo que se esconde más allá de la frontera, hace visible lo que antes permanecía oculto. Siguiendo a De Certeau, el discurso o “relato” que establece límites, más que definir lugares o posiciones estancas crea la posibilidad de transgresión y movimiento. A la vez que delimita, pone a disposición del extraño el lugar del cual aparentemente lo está dejando afuera.

Lo que intentamos apuntar a partir de estas reflexiones es que ante las adversidades, lejos de resignarnos debemos repensar estrategias y luchar más fuerte por la anhelada justicia social. En situaciones adversas los grupos sociales se movilizan, se transforman, traspasan límites, trascienden fronteras, reconfiguran y recalifican sus espacios; generando nuevos símbolos, relaciones y oportunidades. Si bien la definición de diferencias sociales y su vinculación a lugares específicos han sido legitimadas y reproducidas por los discursos dominantes en forma de estereotipos y estigmas; no necesariamente debemos adherir a esas categorías impuestas.

La visión que cada uno tiene del mundo depende de la posición que ocupe en él. Así, vivir en la periferia o en el centro producirá formas de percepción muy diferentes. Pero vivir en la periferia es hacerlo en una representación subjetiva, atravesada por una carga simbólica que arroja a ciertos grupos hacia los bordes, hacia un espacio construido intencionadamente. Esta construcción se presenta como un criterio de desvalorización y de exclusión legitimado, institucionalizado y plasmado en las representaciones espaciales y físicas que resalta y cataloga esas diferencias. En forma de muros quizás.

Para no seguir siendo actores secundarios y que otros decidan por nosotros es esencial reconocer estos contextos y redefinir nuestro rol dentro del mapa de centralidades y periferias, de sectores hegemónicos y subordinados, tomando parte activa a fin de recuperar los espacios, posiciones y recursos que alguna vez nos han sido arrebatados. No es un escenario fácil el que se avizora. Pero ¿cuándo lo ha sido para los pueblos latinoamericanos?