Albores de una ciudad moderna

La ciudad del siglo XIX es producto de la Revolución Industrial. Los efectos del abandono de las áreas rurales y de las condiciones extremas de hacinamiento fueron los temas centrales a los cuales buscó dar respuesta. En Buenos Aires, el problema de la ciudad era su concentración poblacional y su celeridad de crecimiento. La pobreza históricamente ha sido un mal endémico, pero se redimensionó cuando miles de ricos tomaron contacto con millones de pobres.

Las grandes oleadas inmigratorias multiplicaron la densidad de una ciudad que suscitaba problemas concretos de hábitat a resolver; donde numerosas epidemias de enfermedades infecto-contagiosas acentuaban las deficiencias sanitarias y pusieron en crisis el estado de los servicios, colapsando los sistemas de salubridad e infraestructura urbanos.

Esto provocó que periódicamente fuese sacudida por importantes epidemias de cólera, viruela, difteria, escarlatina, sarampión, tuberculosis pulmonar, fiebre tifoidea y puerperal, que se sucedieron cada vez con mayor intensidad hasta que la epidemia de fiebre amarilla de 1871 se transformó en uno de los principales detonadores que llevaron a una profunda reflexión acerca de su higiene. Por este motivo los parques públicos comenzaron a considerarse como pulmones de la ciudad contra la congestión creciente y como instrumentos “civilizadores” de la sociedad.

Se observa, entonces, la convivencia de dos realidades contrapuestas: por un lado, el deseo de una ciudad moderna, capaz de seducir al mundo con una fisonomía acarameladamente europeizada y, por otro, un desborde poblacional al que debía proveerse de residencia, hospitales y escuelas, así como calles, plazas, alumbrado, agua corriente y cloacas.

Esta dicotomía puso de manifiesto la incapacidad de superar la crisis establecida en los distintos sistemas, e intentando articularla, el gobierno local debió actuar para arbitrar entre el bien común y el interés privado de los particulares (vecinos propietarios que cumplían con sus compromisos fiscales).

El cambio de la fisonomía en la ciudad fue notorio. Se poblaron los baldíos y se lotearon aquellos originariamente destinados a huertas, se ampliaron y generaron parques públicos, se abrieron numerosos boulevards para contener a suntuosos edificios y se comenzó a electrificar el alumbrado público, que reemplazaba paulatinamente a las viejas farolas a kerosene y a gas.

En 1888 se acordaron los límites definitivos de la ciudad, que incorporaba a los antiguos pueblos de Flores y de Belgrano, totalizando más de 19 mil hectáreas. Los datos emanados del primer Censo Municipal de Población, Vivienda, Comercio e Industria, levantado un año antes, detectaron edificadas más de 1.300 manzanas, de las 144 del trazado fundacional.

Mientras los barrios del norte se poblaban de palacetes franceses, ocupados por la llamada “gente decente”, la zona sur se esforzaba por acomodarse a exigencias de carácter higiénico y sanitario. El desarrollo de los barrios viejos y el surgimiento de otros nuevos fue incentivado por la nueva dinámica del transporte, que ganaba distancias y reducía tiempos. De este modo, los suburbios se llenaron de nuevos barrios, en un crecimiento que iba del puerto hacia los suburbios, reproduciendo el esquema productivo del país, que lo hacía de Buenos Aires a la pampa.

Las condiciones de habitabilidad

Quizás sea el tema de la vivienda, que recorre del palacio al conventillo, en el que mejor se reflejen los distintos costados con los que se compone este escenario. Efectivamente, la oferta de alojamiento y residencia para los distintos grupos sociales se hallaba muy diversificada.

La aristocracia y la alta burguesía se alojaban en residencias suburbanas, en las que se recreaba tanto la imagen de las villas italianas, como los cascos de las estancias en las afueras de la ciudad, lo hacían en las áreas más consolidadas, mediante palacios proyectados en París que tomaban como modelo a los hoteles barrocos europeos.

Los incipientes sectores medios de la población, que poseían un trabajo estable, usualmente accedían a la compra de lotes a pagar en cuotas fijas que, si bien se hallaban distantes del centro, se vinculaban con facilidad mediante el ferrocarril o el tranvía. También la casa de rentas constituyó otra oferta de vivienda, pero en este caso, de tipo colectiva y en alquiler.

En el llamado a ciudadanos europeos para trabajar tierras rurales no se contempló la posibilidad de que éstos se asentasen en las cercanías del puerto, en vez de redistribuirse hacia el interior del país. El problema que siguió fue entonces: ¿cómo establecer en la ciudad las infraestructuras y el equipamiento urbano acorde con las nuevas y amplias demandas?

Luego de un extenso viaje, el Hotel de Inmigrantes era sólo el primer paso. Allí los recién llegados se alojaban por un breve lapso. Estaba compuesto por varios comedores, dormitorios divididos por sexos, salas de lectura, enfermería, sanitarios, oficinas de correos y de cambio, así como amplios jardines destinados al esparcimiento. En el mismo sitio se hallaba la Oficina de Trabajo, que se ocupaba de darles un empleo.

Si bien las propuestas de trabajo urbano abundaban, la oferta habitacional se reducía sólo a los conventillos, que no eran más que interminables habitaciones apiladas, sin luz ni aire, que por unos pocos pesos albergaban hasta 350 personas cada uno, donde los hombres solteros se agrupaban de a ocho en cuartos que no tenían más de cuatro o cinco camas, debiendo dormir en turnos rotativos o en el piso sobre alguno de los rincones no ocupados.

Los conventillos surgieron por vez primera en 1850, en las viejas casonas que el patriciado porteño había abandonado en San Telmo, al sur de la Plaza de Mayo, por de las reiteradas epidemias a que se veían sometidos. Estas casas fueron convertidas en viviendas colectivas altamente rentables, y estaban conformadas por dos o tres patios y una sucesión de habitaciones aptas para ser alquiladas una a una.

Los conventillos conservaron la estructura de la vieja casona de patios, con una sola puerta a la calle, las letrinas en los fondos y una secuencia interminable de habitaciones que daban, irremediablemente, a los dos o tres patios interiores (que en muchos casos, se estrechaban hasta convertirse en corredores).

En 1900 la tercera parte de la población vivía en conventillos, principalmente en las proximidades de los lugares de trabajo del proletariado industrial, tal como en los barrios de La Boca, Barracas, Balvanera o Monserrat. Representaban un excelente negocio para sus propietarios, dado que les producía una renta capaz de competir con el uso de oficinas, al punto que poco más tarde comenzarían a surgir ad-hoc inquilinatos, hoteles y pensiones, con el propósito de reproducir el éxito comercial que tal negocio representaba.

El paso de aldea a metrópolis

La vida en un conventillo no era sencilla. A las cinco de la mañana los hombres se dirigían a trabajar a la fábrica, generalmente sin desayunar para no interrumpir el sueño de sus niños. Poco más tarde, las mujeres calentaban la leche en el brasero e iniciaban su dura jornada (cosiendo, planchando o lavando).

Los hijos mayores iban al mercado a regatear con los vendedores ambulantes que ofrecían frutas y verduras o recorrían las calles en busca de alguna changa; y los más chicos asistían al primer o segundo grado de la escuela primaria. Al mediodía, regresaban los hombres por su “puchero”, para volver enseguida a la labor cotidiana, que se extendía hasta la seis de la tarde. Mientras tanto, los niños jugaban en el patio hasta que, luego de cenar un “guiso”, a las diez de la noche ya todos estaban durmiendo para poder iniciar una nueva jornada.

Tras sus muros se encubría el cotidiano hacinamiento de personas que, aunado a la ausencia de servicios sanitarios, era el detonador de grandes epidemias urbanas originadas por las insalubres condiciones de habitabilidad de esos ámbitos. Las reglamentaciones, ordenanzas e inspecciones municipales se lanzaron a una batalla de antemano perdida contra los recién llegados –necesitados de cuartos baratos– y los propietarios –deseosos de mayores beneficios–.

La oferta habitacional constituyó uno de los mejores indicadores para diferenciar a los distintos grupos sociales. Si bien el conventillo fue una solución penosa y degradante -ante la ausencia de políticas públicas de vivienda popular- para las familias que contaban con un buen trabajo o capacidad de ahorro. Para los profesionales hijos de inmigrantes, las oportunidades para la compra de parcelas en cuotas en los suburbios de la ciudad fueron mayores.

Mientras se deterioraba la situación de barrios populares como San Telmo -zona preferente de conventillos-, la extensión y abaratamiento del transporte urbano trajo cierto alivio a esta problemática, permitiendo localizaciones residenciales sobre las periferias urbanas. Así surgieron gran parte de los actuales barrios: Liniers, Floresta, Almagro y Saavedra, entre otros.

Las familias de menores recursos debieron esperar hasta los primeros años del siglo XX para encontrar casas más baratas en las zonas periféricas, donde pagaban un alquiler más bajo y llegaban al centro por medio del tranvía eléctrico. En el año 1900, el barrio de La Boca era el que tenía mayor cantidad de conventillos, cerca de 240.

Algunos de sus habitantes, que poseían un empleo estable y bien remunerado, pudieron con mucho sacrificio contraer un crédito para comprar un lote en los barrios alejados del centro y pagarlo en cuotas. Más tarde serán sus hijos los que comenzarán a edificar sus propias viviendas.

El gobierno municipal no solamente carecía de autoridad suficiente para controlar el cumplimiento de las condiciones de higiene sino que tampoco ofrecía respuestas alternativas, ya que el tema de la vivienda se concebía bajo la hipótesis de la autorregulación por oferta y demanda, sin intervención estatal. En 1886 se creó en Banco Hipotecario Nacional como apoyo crediticio a los sectores medios y altos de la sociedad. Pero recién en 1915 el Estado producirá un giro significativo en las políticas tendientes a afrontar la problemática habitacional para los sectores de bajos ingresos de la sociedad.

En el paso de aldea a metrópolis, las prédicas higienistas pugnaron por los conceptos de “orden”, “accesibilidad” y “saneamiento” como constantes en las acciones urbanísticas. Aquellas disputas en torno a las soluciones habitacionales que demandaban los sectores populares aún no han sido saldadas. La ciudad por la que hoy transitamos, como conjunción de ciudades yuxtapuestas, exhibe con exuberancia sus costados elegantes mientras evita hablar de aquellas cuentas que elige no pagar.