Ciudad madura, refinada y elegante

A fines del siglo XIX, Buenos Aires inició un proceso de intensa transformación y cualificación de su trama urbana, que se acentuó con los preparativos de la ciudad para recibir a los ilustres visitantes extranjeros a los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo en 1910. Asimismo, caracterizó a este escenario la introducción de infraestructuras y equipamientos de alto nivel de sofisticación, que no registraban antecedentes en la ciudad.

El incesante incremento demográfico producto del aporte inmigratorio europeo derivó en una la crisis higiénico-urbana, en una ciudad que no encontró celeridad en las respuestas para atender a tamañas demandas. Vale decir que de los 80 mil habitantes residentes en el año 1852 pasó a tener más de 300 mil en 1880 y 1.3 millones a fines de la década de 1900. Si bien esto supuso una importante alteración de tipo cuantitativa, el nivel socioeconómico de los recién llegados adquirió relevancia.

La masa de población que se incorporó fue modificando rápidamente la fisonomía social y física de Buenos Aires, mientras que el surgimiento de un mercado interno –que atraía productos manufacturados extranjeros para exhibirlos en las principales tiendas, por ejemplo de la calle Florida– evidenciaba cierta opulencia económica y ganaba en sofisticación de productos, de hábitos y de consumos.

Tras largas pujas políticas internas, que se prolongaron durante toda una década, la ciudad fue consagrada como eslabón principal de las estrategias de modernización del país y declarada en 1880 “Capital de la República” y sede del gobierno nacional. Ante tal acontecimiento, la Corporación Municipal proclamó que “dicha designación no sólo manifiesta la satisfacción de una necesidad general, sino también su engrandecimiento tanto moral como material”. Esta expresión fue la que definitivamente sentó las bases para toda la acción de gobierno.

En este marco, Buenos Aires comenzó a perfilarse como la vidriera rutilante del país, y fue espejo en el que la sociedad se miraba para comprobar los saltos de su progreso. El primer intendente municipal, don Torcuato de Alvear (1883/86) fue quien mejor personificó la profunda transformación urbana destinada a reacomodar a la ciudad respecto del nuevo papel adquirido en la esfera nacional e internacional.

Una incipiente industrialización local

Los efectos de la Revolución Industrial constituyeron un incentivo esencial para que el país incorporase nuevos territorios aptos para la producción agropecuaria; decisión tras la cual la llanura pampeana se tornó en centro natural de abastecimiento a los países centrales.

La ampliación de mercados, la colocación de manufacturas y la canalización de inversiones en las economías periféricas fueron necesariamente llevadas a cabo por el viejo continente, de modo que el puerto de Buenos Aires se consagró como puerta a través de la cual se estableció un circuito económico basado en la exportación de materias primas y la importación de productos elaborados.

Esto trajo aparejado una incipiente industrialización local, la expansión de algunas empresas comerciales y una serie de inversiones de capital, predominantemente británico, para la realización de obras de infraestructura –tales como: puertos, ferrocarriles, muelles, tranvías, obras sanitarias, teléfonos, etc.– sin las cuales no hubiera sido posible materializar tal modelo.

La política económica llevada a cabo a nivel nacional tuvo a Buenos Aires como centro del sistema, al que confluía toda la producción agropecuaria desde el interior de la pampa húmeda para ser embarcada hacia los puertos europeos. A su vez, desde allí se enviaban manufacturas de todo tipo para ser comercializadas en el centro de la ciudad, y luego distribuidas hacia el interior.

Ante una Europa en crisis, producto del agotamiento agrícola, del crecimiento demográfico, de la desocupación persistente y de los conflictos bélicos generalizados, el nuevo continente era vislumbrado como un destino ideal para mejorar las condiciones de vida de una gran cantidad de trabajadores tan marginados del sistema como empobrecidos, deseosos de convertirse en pequeños propietarios de parcelas de tierra para su cultivo o conseguir un empleo rural relativamente bien remunerado.

La introducción del ferrocarril, la atracción de inmigración europea como mano de obra y la incorporación de superficies agrícolas produjeron una rápida ocupación de grandes extensiones despobladas, hecho que favoreció el aumento vertiginoso de la producción exportable a través del puerto porteño.

Era el tiempo de la denominada Generación del `80, que integró al país a la División Internacional del Trabajo con un papel agroexportador, decisión que produjo importantes transformaciones en el ámbito nacional, incluyendo una progresiva europeización de los hábitos sociales y culturales e hicieron de Buenos Aires una París en América del Sur.


En favor de los parques públicos

Hacía décadas que habían comenzado a evidenciarse los signos producidos por la industrialización europea: tanto la opresión y la desigualdad social como la insalubridad urbana resultaban variables instaladas en el seno mismo de la ciudad. Desde esta perspectiva comenzó a definirse el parque público como un espacio urbano producto de las transformaciones físicas de la ciudad para actuar como freno contra el hacinamiento en las áreas centrales.

Paulatinamente, el parque fue cediendo su papel de vehículo de evasión romántica -tal como señala Gorelik- para instalarse en plena ciudad como instrumento de planificación capaz de intervenir sobre las iniciativas especulativas de los promotores inmobiliarios.

Así entonces el sistema de espacios verdes formulado para Buenos Aires en torno al cambio de siglo estuvo caracterizado por propósitos cívico-didácticos y como instrumento contra la congestión creciente. La iniciativa “en pro de los parques” se manifestó por vez primera en 1874, con el proyecto del Parque Tres de Febrero. Fue Domingo F. Sarmiento quien proyectó y gestionó su materialización y Nicolás Avellaneda como presidente.

Las antiguas tierras de Juan Domínguez Palermo habían sido adquiridas por Juan Manuel de Rosas en 1836, quien las rellenó, niveló y transformó en el hermoso sitio que hoy conocemos. En 1875 se libró al uso público el Parque Tres de Febrero, un parque al que Domingo F. Sarmiento consideraba “un pintoresco y saludable recreo, de distinción y de higiene que (…) situado al norte de la ciudad, es lo que el Central Park es a New York, lo que el Bois de Boulogne es a París o el Hyde Park a Londres”.

Este parque tomó de la tradición estadounidense el concepto de “recuperación de naturaleza para el centro de la ciudad” y la “valorización de la renta urbana”, y de la tratadística francesa el intento por construir un “cinturón verde” en torno a la ciudad tradicional como freno a la especulación que extendía los límites del área urbanizada.

Ante la imposibilidad de realizar operaciones de saneamiento en el propio centro de la ciudad, densamente construido y altamente congestionado, se generaron parques públicos periféricos a éste como obstáculos contra el loteo indiscriminado de terrenos, para su posterior venta a plazo de parcelas sin servicios ni infraestructuras básicas en zonas suburbanas.

Pero estos “obstáculos” no solamente no pudieron frenar esa tendencia, sino que se convirtieron en disparadores de la expansión hacia las periferias, potenciando y enriqueciendo el trazado. Fue en torno al cambio de siglo cuando se iniciaron las gestiones para la apertura de los grandes parques públicos con los que hoy cuenta la ciudad.

En 1872 se trasladaron los mataderos a los Corrales de las calles Caseros y Amancio Alcorta, donde funcionaron hasta 1901, cuando se autorizó su traslado a Liniers. Al año siguiente, el Concejo Deliberante aprobó la formación de un parque en los terrenos de los antiguos mataderos: así surgía el Parque de los Patricios.

Por otro lado, las antiguas chacras de Domingo Olivera fueron adquiridas por el municipio en 1912, con destino a parque público. Dos años más tarde, el Intendente Joaquín de Anchorena inaugurará el actualmente denominado Parque Nicolás Avellaneda, luego de llevar el nombre de su antiguo propietario.

En el marco de esta problemática, como eslabón dentro de una misma política, surgieron también tres grandes parques más en los bordes de la urbanización. En 1903 la municipalidad destinó como parque público los terrenos del antiguo Polvorín de Flores, dando origen al Parque Chacabuco. En 1908 autorizó la compra de los terrenos a los sucesores de Cornelio Saavedra, destinados a la formación de un parque que llevaría su nombre. Al año siguiente fue aprobado el trazado proyectado para los antiguos terrenos del Parmenio Piñeiro: se estaba gestando el Parque Centenario.

Una ciudad madura, elegante y refinada

Si el concepto de ciudad del momento estuvo fuertemente influido por los modelos estéticos de las ciudades capitales europeas, la necesidad de acondicionar el espacio urbano obligó también a inspirarse en iguales modalidades de resolución técnica. La formación de los grandes parques de la ciudad tuvo su origen a comienzos de siglo y estuvieron estratégicamente distribuidos hacia los puntos cardinales como espacios destinados a la recreación, al esparcimiento y, principalmente, a controlar la expansión física e incontrolada de la ciudad.

Las élites de Buenos Aires intentaron hacer una ciudad “moderna”, con nuevos parques, boulevards y palacios, y lo hicieron a partir de un persistente tríptico de apoyo: capital inglés, gusto francés y mano de obra italiana. En una profunda crisis de valores y en el marco de una economía floreciente, se buscaba deslumbrar a un mundo que con asombro la observaba.

Junto a las familias tradicionales vinculadas desde décadas anteriores al poder económico y político, y a las recientes enriquecidas por el negocio agroexportador y la especulación financiera, se perfiló un sector de trabajadores medios urbanos, formado por empleados administrativos, de servicios y profesionales, con amplias posibilidades de progreso socioeconómico, y una gran masa de población ligada a talleres manufactureros o a la construcción, que conformaría un sector obrero urbano.

Con un esquema en abanico, confluían hacia la ciudad la mayor parte de las redes ferroviarias del país; y la localización del Puerto Madero frente a la propia Casa de Gobierno vino a confirmar el control histórico de Buenos Aires sobre la salida de materias primas y entrada de productos elaborados. La irrupción del tranvía sobre el tejido construido y congestionado, no hizo más que otorgarle mayor accesibilidad y dinamismo a un área central que logró reunir a las principales fuerzas políticas y religiosas y, también, comerciales y financieras de la sociedad.

Fueron años en los que se incorporaron en la ciudad tecnologías y estéticas tan sofisticadas como ajenas, que lograron amalgamarse a la vieja estructura urbana. No obstante, existió una crucial dicotomía entre forma y función, entre necesidades y respuestas, entre ofertas y demandas, entre modernidad y progreso en una ciudad que logró exacerbar los componentes de una ciudad madura, refinada y elegante.