Santiago clásico

Peleando codo a codo con malabaristas y artistas callejeros, más personas sacan sus violines, saxos y otros instrumentos a la calle para llenarla de música. Aunque cuentan con la simpatía de los transeúntes, deben estar atentos a guardias quisquillosos.

Por Nadia Cabello y Valentina Pozo, El Mercurio

Terminan de sonar “Las Cuatro Estaciones de Vivaldi” en violín y el público aplaude de pie. No es un concierto en el Teatro Municipal, sino una salida de la estación de metro Pedro de Valdivia convertida en un anfiteatro.

El protagonista es Luis Barrenechea, de 46 años y violinista desde los 13. A su gorro no sólo caen monedas, también se dejan ver billetes. Pero lo que definitivamente llueven son las felicitaciones de los transeúntes que se detienen por la melodía.

Es una escena cada vez más habitual en Santiago, donde no sólo hay espacio para malabaristas, predicadores y cantantes populares. También se han ido sumando músicos que sueñan con ser algún día ovacionados en los mejores escenarios.

Mientras eso no ocurra, el entorno y sus audiencias son un poco menos glamorosos. Sus lugares predilectos son las estaciones de metro y los paseos peatonales del centro, como Ahumada y Huérfanos. Como no se permite tocar allí, deben jugar a las escondidas con carabineros y guardias.

El público, en cambio, los apoya . La gente aprecia el hecho de que, detrás de esas melodías, hay horas de ensayo y de estudio para aprender cada nota de Bach, Verdi o Beethoven.

“Es lindo el sonido, no son los tarros que tocan otros. Producen algo distinto”, comenta Cecilia Toledo mientras deja $1.000 a Barrenechea.

Para Luis Hernández (24), en cambio, no fue un buen día. No alcanzó a sacar su saxofón cuando un comerciante le alertó que pocos minutos antes los guardias habían correteado a otro músico y vigilaban a pocos metros.

“Mi idea es sacar un título de pedagogía en música. Toco para juntar plata, pero es complicado porque es frecuente que te echen”, se queja.

$40 mil diarios

El primer violín llegó a manos de Barrenechea en su adolescencia. Se lo regaló un amigo que lo heredó, y que no tenía interés en el instrumento. Entonces, estudiaba guitarra clásica y quedó inmediatamente entusiasmado con el violín. Lo limpió, le compró cuerdas y lo hizo sonar. Luego vinieron las clases. Su sueño es ser un músico reconocido.

“No es sólo un trabajo . Aprovecho las ocho horas diarias en la calle para practicar”. Por eso se traslada sagradamente a diario desde Cal y Canto hasta Tobalaba. “En un día bueno puedo ganar hasta $40 mil. Con eso mantengo a mi familia”, explica.

Esa mezcla de necesitar un ingreso y vivir del amor por la música también la siente Isaac González (47). Profesor de música, aprendió violín de forma autodidacta hace dos años, pero prefirió cambiar las salas por las calles. Gana cerca de un millón de pesos al mes trabajando ocho horas diarias de lunes a domingo. Para él, “la calle soluciona la angustia de no tener dónde tocar y que la gente no valore el arte. Uno sufre cuando no toca”, dice.

En su repertorio no pueden faltar Bach y Haendel, pero también aparecen composiciones propias: musicalizó dibujos animados como “El Club de la Tortuga Taruga” y “Juguemos en el campo”, con el que ganó un concurso del programa Chile Crece Contigo y grabó un disco.

Lucha contra la apatía

A las cuatro de la tarde del jueves comenzó a chispear en la capital y los transeúntes del centro de Santiago sólo se detenían por paraguas. Nadie tenía tiempo para oír música. Miguel Flandes (25) conoce esa apatía. Desde hace ocho años toca violín en la calle y sabe que si no busca un lugar donde la gente se detenga por obligación, difícilmente lo van a escuchar.

Para él lo que da dinero -entre $10 mil y $32 mil diarios- son los patios de comida o las terrazas del Paseo Ahumada. De martes a viernes, luego de terminar su jornada como auxiliar de aseo, toca música durante cuatro horas, entre completos, tazas de café y vasos de cerveza. “Aquí la gente te escucha con atención”, afirma.

Su historia comenzó a 546 kilómetros de Santiago. Cree que, de no ser por sus años en Mulchén, nunca habría aprendido a tocar el instrumento que ama y que además le ayuda a mejorar su sueldo, de poco más de $200 mil.

Allá se acercó a una iglesia evangélica, donde conoció al hombre que le enseñó a tocar. “Aprendí canciones cristianas que toco hasta hoy”, comenta.

Con el estuche colgado en su espalda, desliza con destreza el arco sobre las cuerdas para que poco a poco comience a aflorar “La vida en rosa”, de Edith Piaf, y él parece evadirse. Porque aunque generalmente toca sólo un par de canciones, “muchas veces mi amor por el violín me hace tocar casi media hora de corrido, en la que incluso me olvido de pedir plata”.