Cortoplacismo, planificación y los argumentos para mantener el Impuesto a los Combustibles

Entre pre-existencias, premoniciones y simulaciones, los resultados de un transporte público deficiente y una Autoridad que desde hace casi 4 décadas ha descansado en un supuesto mercado auto-regulado, se ha venido promoviendo un formato de movilidad urbana que en coincidencia con el exitismo limitante, acostumbró forzosa y casi subconcientemente a los ciudadanos a la opción “única”  del transporte privado individual. Desde estas condiciones puede explicarse la agobiante consecuencia que hoy resulta en los grandes atochamientos de nuestras áreas proto-metropolitanas, partiendo por el hiper-centralista Santiago.

Sorprende así ver el reclamo repetido y creciente de quienes son a la vez generadores del mismo problema, haciendo invisible toda posibilidad de autocrítica y culpando al otro de toda responsabilidad ante la causa. No querer taco sin bajarse del auto cae en una lógica del absurdo, cuyo circulo vicioso sólo puede ser detenido con acciones decididas que provengan desde la Autoridad, ya sea coordinaciones, promoción legislativa, procesos de planificación o inversiones públicas y/o mixtas.

En este contexto conocido y pronosticable, cabe señalar que la lógica privada desde los orígenes de la tecnificación urbana -tranvías, iluminación a gas, potabilización de agua o canalización de aguas servidas-, ha contado con la saturación como aliada, garantía de un negocio que desde su inicio no prioriza la calidad del servicio prestado, sino anula toda posibilidad de pérdida de la inversión. Que no sorprenda entonces a nadie, la conveniencia de llegar a este alarmante estado, pre-requisito tradicional de la transformación de la ciudad.

Pero para una ciudad desde hace décadas “en vía directa a la saturación“, más allá de suponer la -pendiente y sorprendentemente acertada- aparición de nuevas obras de mitigación con presupuestos redireccionados desde el plan de 22 obras EISTU originales, o la aparición de nuevas infraestructuras de transporte público que resulten de un acuerdo de inversión público-privada, se hacen necesarias algunas otras medidas que paralelamente desincentiven el uso del automóvil, encareciendo la alternativa por sobre las demás opciones: la impopular tarificación vial, la regulación o clausura de los estacionamientos -atractores de congestión para este caso- o cualquier otra medida que considere hacer pagar al que contamina o congestiona y por tanto, despagar al que con cierto esfuerzo, aporta en descontaminar y descongestionar.

Es aquí donde citar la discusión sobre el impuesto específico a los combustibles se contextualiza entre intentos miopes por anularlo, recordándose su aparición como una manera de encontrar fondos para la reconstrucción tras el Terremoto de 1985. Y aunque es cierto que su sentido original se ha diluído en los devenires de la máquina burocrática, como titula este post, cabe plantear argumentos para comprender otras razones para que sea mantenido, trazabilizado en el formato del royalty minero e incluso incrementado para aportar efectivamente a las soluciones de fondo.

Pero el populismo ha logrado sesgar el problema de fondo, mientras ya se tramita en el Congreso el proyecto de reforma tributaria que debilita el uso de esta herramienta. El debate en torno al impuesto a los combustibles se ha dirigido en torno al precio final de las bencinas y su repercusión en el presupuesto ciudadano, sin haberse percatado estar frente al antídoto de una enfermedad con tintes crónicos y probablemente la política tributaria ecológica, eficiente, masiva y adelantada tomada alguna vez en la historia de nuestro país.

Considerando al mismo tiempo las nociones de las ciudades que logran o pretenden lograr una mayor calidad de vida urbana para sus habitantes, es clave la generación de políticas públicas  y a la vez planes de transporte público eficientes, que en sus particulares capacidades integren las diversas escalas del territorio, considerando que toda planificación exitosa implica políticas públicas totalmente desvinculadas de la popularidad electoral cortoplacista, implicando un cambio de paradigma, que no es otro más que desincentivar el uso del -transporte privado- automóvil.

Entonces, por impopular que parezca, nos enfrentamos a la obviedad de que la acción individual sin control alguno -mercantilmente “autoregulada”- resultó en el incremento constante de las tasas de motorización vinculadas de manera clara con políticas públicas desdichadas y-¿sospechosamente?- fracasadas, como el -eterno huérfano- Transantiago, donde el cambio posible sólo podrá venir desde la misma Autoridad, único actor mandatado y con posibilidad de modificar el vicio y realizar acciones concretas en favor de una mejor experiencia de ciudad y todas las externalidades positivas en tiempo, costo y calidad de vida.

¿Qué venimos a sugerir entonces?

Primero: que el Estado inicie de una vez por todas la solución al transporte en sus diversas escalas: El Transantiago para la zona urbana, el complemento del tranvía, el metro para las distancias metropolitanas, los trenes de cercanías para las lineas transversales y el ferrocarril para las largas distancias, además del ventajoso reconocimiento de las alternativas de menor alcance, bicicletas y peatones. Y aquí el cuestionado impuesto puede jugar un rol clave si su prioridad es redirigida al beneficio exclusivo del financiamiento de la movilidad colectiva. Así podríamos detener el sospechoso pozo sin fondo al que nos hemos acostumbrado los últimos años y aprovechar la oportunidad para terminar con la inactividad fáctica de no hacer eficientes las urgencias urbanas que ha determinado el adolescente desarrollo de la ciudad con las consecuencias que en definitiva algunos producen y a todos afectan.

Segundo: la trazabilidad de los recursos obtenidos a través del SIPCO, con tal de financiar soluciones, considerando el contexto Sanhattan como una oportunidad para el transporte público, entre la intermitencia del aporte privado, mas aún cuando haciendo ficción con la información disponible, podemos saber que los 740 millones de USD recientemente aprobados para Transantiago, permitirían en cálculos referenciales construir entre 10 kms. y 18,5 kms. de metro subterráneo, misma distancia que hoy cubre la Línea 5 entre Baquedano y Bellavista de La Florida; o que la recaudación del citado impuesto durante el 2011 alcanzó los 3.500 millones de USD, asimilables a entre 47 y 86 kms. de tren subterráneo en Santiago o regiones, según valores promedio (40 MM USD) y máximos (74 MM USD) por kilómetro subterráneo construído y operativo.

Finalmente, solo para conocer el volúmen de los dineros potencialmente disponibles, saber que el costo del anunciado Tranvia Oriente es de 2 USD millones el kilómetro,  lo que resultaría en entre 360 km. y 1.750 kms. de tranvía, financiados por respectivamente por el redireccionado aporte del Transantiago y de la trazabilidad del SIPCO.