Ahora Castro, antes San Antonio, luego Valparaíso: todas las ciudades tendrán su mall …

Mall de San Antonio. Vía flickr por lugar_citadino

Por José Piga. Arquitecto, magister en planificación y doctor (c) en arquitectura y estudios urbanos

Hemos asistido a una prolongada serie de opiniones sobre el mall de Castro, construyéndose al parecer contra todo: normativas y regulaciones, opiniones expertas, sentido común, decencia incluso. Creo que hay acuerdo en que es al menos inadecuado. Además de tener más superficie que la aprobada, se dice que el municipio habría cambiado el Plan Regulador para que se pudiera realizar… A todos los alcaldes y alcaldesas les gusta que en sus comunas se construya, mucho y grande. Trae derechos de construcción, pago de patentes, empleo en servicios, afluencia de público que compra … En fin, muchas externalidades, positivas, dicen los ediles, no tanto parecen afirmar casi todos los demás. La ecuación se resuelve muy bien con los centros comerciales, los malls (“alameda, paseo público nivelado y con árboles” dice el diccionario) donde ocurriría la versión postmoderna de vida social en un espacio… ¿público?

Todos son más o menos iguales en sus interiores, responden a criterios de franchising y da lo mismo cualquier parte del mundo, poco más o menos. La diferencia está en cómo se instalan en las ciudades. Ese es el punto. Si revisamos lo que ha pasado en nuestro país, los ejemplos de emplazamiento son poco felices. Castro es el más elocuente. El esquema es conocido: extensiones de estacionamiento, accesos saturados, colapso del comercio cercano, efectos que se socializan, costos que pagamos todos por una privatización concentrada.

En Antofagasta hay uno que no es tan así y vale la pena revisar su gestación, que lo distingue del ensimismamiento y mezquindad urbana imperantes. Este mall nace de la articulación del puerto, una empresa pública, con la ciudad que lo acoge, convivencia siempre difícil, en especial allí donde trenes cargados de cobre atraviesan el centro varias veces al día. El puerto necesitaba mejorar esa relación y expandir sus actividades ante la competencia de Mejillones después del terremoto de Julio de 1995 (es mejor pensarlo como puerto complementario que alternativo, dicen las autoridades). En ese mismo momento el futuro de la ciudad se debatía entre el municipio, organizaciones de la sociedad civil, los ministerios del territorio (Vivienda y Bienes Nacionales, Obras Públicas y Transporte), empresas públicas (entre ellas el propio puerto) y parte del sector privado, convencidos que era posible una mejor ciudad en función de trabajar en conjunto, planificando de cara al Bicentenario. La empresa portuaria decide destinar un excedente de terreno a un dispositivo que no estaba en el repertorio de Antofagasta: un mall que se construyó con generosidad y visión: abriendo la ciudad al mar con un estupendo paseo público. Es un aporte a Antofagasta y no sólo la explotación de un mercado cautivo.

La clave estuvo en la comunicación y en planificar para un objetivo común con las capacidades de cada uno en esa perspectiva. Parece simple pero es tan difícil en nuestro país. Por eso el caso de Antofagasta fue tan extraordinario. Hay que preguntarse por qué llegar a extremos como el de Castro sin debate previo.

Un centro comercial de este tipo es bueno y aceptado de modo universal. La perversión, una vez más, está en cómo se ejecuta una idea necesaria, útil y deseada. El resultado es desolador: se hace privatizando utilidades y socializando pérdidas. Igual de simple que la explicación para un buen resultado es aquella para uno pésimo.

Mall de Castro

¿Qué hacer entonces? Hay varios ámbitos, todos de sentido común y dichos reiteradamente.

Uno es fiscalizar el cumplimiento de normativas. Como dice Jaime Márquez, asesor urbanista de Providencia, si sólo se cumplieran las leyes urbanas ya sería infinitamente mejor. Porque a cada paso se ‘descubre’ que no hay mucha estrictez en la aplicación de normas y reglamentos, que en grandes emprendimientos hay espacios de permisividad enormes, a costa de bienes públicos, como la imagen de las torres de la iglesia de San Francisco de Castro, su tamaño y presencia, que ya no existirá más.

Otro que ha aparecido es la ética. Aparte de la estética, enfrentada al feísmo urbano que denuncia Pedro Gandolfo en El Mercurio hace unos días, está la ética. Hay que decirlo simple también: se trata de lo que es bueno y lo que es malo. Categorías que hay que definir. Bueno o malo: ¿para qué, para quienes, qué grupo o comunidad, cuándo, cómo? No hay recetas. Sobre esto existen ejemplos que ilustran teoría y práctica en el mundo, metodologías y conceptos en el ejercicio de la planificación contemporánea, ya no el designio moderno sino una negociación informada que busca justicia en la ciudad.

Una ética urbana significa decidir qué es lo que se quiere para las ciudades y el territorio, no sólo la buena idea sino la forma, la dinámica y los impactos que se generarán: la ciudad ¿es para aumentar los bienes públicos o las ganancias privadas? Hay que encontrar el punto de equilibrio y el Estado es el que tiene la responsabilidad de resguardarlo. La arquitectura y el urbanismo son las disciplinas para esto, con sus saberes ambientales, sociales, económicos, patrimoniales, culturales. La planificación es asunto de política y de voluntad, no sólo de expertos o burocracias y no se resuelve con ‘consultas’ o ‘participación ciudadana’. Participar es algo que tenemos que aprender a hacer, para encontrar un ajuste entre lo particular y lo colectivo. Es esencial compartir una definición de sociedad y de ciudad.

Porque parece natural esto que tenemos: beneficios privados con prioridad sobre bienes públicos, leyes que se relativizan para algunos, un Estado que parece existir para facilitar negocios privados “porque dan trabajo y traen progreso …”, etc. Estos argumentos y esta ‘naturalidad’ de los negocios inmobiliarios la sufrimos con cada uno de estos ejemplos en nuestras ciudades. El primer paso es enfrentarla.

Por último hay que decir que este es un aspecto. Hay otros más álgidos, entre ellos la vivienda social, el transporte público, la extensión de las ciudades y la especulación con el suelo urbano, la sustentabilidad… En definitiva, parece que es el tipo de desarrollo el que está en cuestión en nuestro Chile.