Puente Chacao: Si es grande es bueno

(La Tercera. 11/07/2009)

Manuel Tironi.
1180248209_foto_columna_tironi.jpgEl puente sobre el Chacao vuelve a la acción. Sus huestes se organizan, sus aliados se reagrupan, nuevos voceros son reclutados y ya empezamos a escuchar ese ruido de fondo que antecede a las grandes obras de infraestructura: un murmullo de estimaciones confirmatorias, proyecciones alarmantes, urgencias sociales comprobadas, casos internacionales de éxito y voces expertas convencidas que empiezan a persuadirnos, lenta pero sistemáticamente, de que la “necesidad” de construir el puente es incontestable.

Los megaproyectos ejercen una poderosa atracción sobre nosotros. Hay algo en lo majestuoso, en el dominio de la naturaleza, en la épica de lo gigante que nos hipnotiza. Por eso, antes de que la próxima maravilla de la ingeniería nos hechice, debemos preguntarnos por las consecuencias que tiene mantener incólume nuestra fascinación por las obras de infraestructura a gran escala.

Bent Flyvbjerg, de la Universidad de Oxford, se hizo la pregunta y la respondió empíricamente analizando varios cientos de megaproyectos ejecutados en más de 20 países, para determinar cuáles terminan siendo aprobados. Su conclusión es escalofriante y se reduce a la siguiente fórmula:
(Costos subestimados)+(Retornos sobreestimados)+(Impactos ambientales subvalorados)+(Beneficios socioeconómicos sobrevalorados)= Aprobación de proyecto.

O sea, no se construye el mejor proyecto, sino aquel que tiene éxito, en palabras del propio Flyvbjerg, “conjurando un mundo de fantasía” donde los costos son bajos, los retornos cuantiosos, los impactos ambientales nulos y el efecto en el desarrollo regional evidente. En una suerte de darwinismo invertido, cuando se trata de megaproyectos no sobrevive el mejor, sino todo lo contrario. Algunos ejemplos: el Big Dig (megaproyecto vial) de Boston, tuvo un costo 275% mayor al presupuestado (US$ 11 billones); el Eurotúnel tuvo un sobrecosto del 80% (US$ 4,5 billones), un nivel de uso 50-80% menor al estimado y, a cinco años de su inauguración, su impacto en la economía regional era negativo. El aeropuerto de Denver tuvo un costo 200% mayor al esperado (US$ 5 billones) y el tráfico en su primer año de funcionamiento, 50% menor al estimado. Sin ir más lejos, el déficit financiero del Transantiago llegó en mayo de este año a US$ 57,7 millones.

¿Cómo explicar esos “errores” y entender que sigan ocurriendo? Una alternativa, poco plausible, es pensar que los técnicos encargados de las estimaciones son incompetentes. La otra es asumir que éstos, en no pocas ocasiones, “manufacturan” la mejor evidencia. Los que hemos trabajado con datos sabemos lo fácil que es dar por medio-lleno el vaso medio-vacío. Muchas veces no hay mala intención: movidos por objetivos altruistas, los técnicos justificamos nuestros proyectos con verdades incompletas, estimaciones interpretables y supuestos más optimistas de lo necesario.

El problema es que el resto, lejos de oponer resistencia, caemos rendidos ante el magnetismo de la gran obra y la asertividad científica de su ingeniero y convertimos una simulación tendenciosa en realidad: terminamos todos convencidos de la necesidad imperiosa de taladrar un cerro por millones de dólares para solucionar el gravísimo problema de congestión en el sector oriente de Santiago y aumentar la competitividad de la ciudad.

¿Cómo no seguir tropezando con la misma piedra? Mejorando el sistema de evaluación de los proyectos, sobre todo en su fase de factibilidad y diseño. Pero esa solución tendrá poco efecto si no logramos desmitificar al “experto”. Las grandes obras son necesarias y los técnicos que intervienen en su construcción también, pero esto no significa que no podamos cuestionar sus metodologías, criterios y razonamientos. Por el contrario, debemos hacerlo: el cuestionamiento y el debate sólo pueden significar proyectos más completos, eficientes y realistas.