El modelo de ciudadanía en Transantiago: transporte para los pobres

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En la última semana, hubo varios análisis y comentarios a propósito de los 2 años que cumplió el Transantiago. Aprovechando esta inercia, podríamos reflexionar sobre una dimensión que precede los aciertos y desaciertos técnicos, e incluso las presiones políticas – ambas sindicadas como causas de los problemas del sistema –, y que dice relación a la visión de ciudadanía que sustenta la propuesta de Transantiago.

En las amplias trayectorias que constituyen el proceso de desarrollo político de un país, existen algunos puntos de inflexión donde el discurso es verificado, es decir, donde la teoría se junta con la práctica, donde las ideas se transforman en hechos concretos. Para eso sirven las Políticas Públicas. Por eso en el mundo anglosajón diferencian entre politics y policies, para hablar de la búsqueda del poder y de la administración de éste.

Es en el ámbito de esta administración donde ha surgido la complejidad y tamaño del Estado moderno. Desde la primera mitad del siglo pasado, el llamado modelo del “Estado del bienestar” significó que éste se hiciera cargo de importantes necesidades sociales, lo cual hizo aparecer enormes instituciones de origen público en el ámbito de la educación, la salud, e incluso el sector productivo mismo. De la misma manera, aparecieron profesionales que eran requeridos para satisfacer estas necesidades, cubiertas por el Estado. Se trataba de un capital cultural y una capacidad técnica demandada por estas prioridades sociales definidas desde el Estado, como el proyecto de país que se quería construir: el reflejo en las Políticas Públicas de una imagen de sociedad, de un proyecto político.

Por supuesto que ese modelo fue sepultado hace más de 30 años. Hoy, sin embargo, en una democracia que ha sabido sentar las bases de su adolescencia, nos encontramos frente a nuevas necesidades para el desarrollo social, las cuales han demandado la acción del Estado en diferentes ámbitos, inicialmente bajo un delimitado rol subsidiario señalado en nuestra Constitución. En medio de este panorama, una “agenda” que surge fuertemente es la de las ciudades, y, además de otros temas como la vivienda, ha sido importantísimo lo que podríamos llamar “derecho a la movilidad”.

En Chile, esto se ha manifestado fuertemente en una visión desarrollista que ha cristalizado en los modelos de cooperación público-privada especialmente en el ámbito de la infraestructura. En un minuto pudo serlo también Transantiago. La pregunta surge al entender a Transantiago como una Política Pública, y volver a mirar hacia atrás: ¿Cuál es el proyecto político detrás de Transantiago? ¿Cuál es el proyecto de Ciudad detrás de Transantiago? Y más en específico, en la experiencia de cada santiaguino ¿Cuál es el proyecto de ciudadanía detrás de Transantiago?

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Extrañamente, para verificar cual es ese proyecto en el diseño de Transantiago, sirve escuchar a quien diseñó otro sistema: el de Autopistas Urbanas Concesionadas. Marcial Echenique dice que “Desde el punto de vista del transporte, por definición, jamás se podrá competir con el auto. No puede haber un sistema tan eficiente y económico como el auto para llevarte de un punto a otro a la hora que quieras; es físicamente imposible”. Cuando se le pregunta respecto a quienes no pueden acceder al automóvil, quienes en su mayoría además viven en zonas de vivienda social alejadas de los centros de empleo, dice que “es absolutamente correcto que esa gente no tiene la misma movilidad de la clase media y alta, estoy de acuerdo con que haya una política de subsidio del transporte de esas personas”.

Los montos invertidos para la primera implementación de Transantiago v/s, por ejemplo, las autopistas, es decir, el momento en el que se invierte según el plan original, confirmarían la coherencia entre la acción del Estado y el discurso de Echenique: se privilegia el uso del automóvil como el principal medio de transporte, y el transporte público se entiende como un sistema para los pobres.

Evidentemente que lo dicho por Echenique en relación al costo por el uso del automóvil es bastante cuestionable, especialmente si los costos no deben ser calculados sólo individualmente, sino socialmente. Jose Luis Gomez-Odoñez, ingeniero en transporte español que visitó Chile hace un tiempo, decía que “no se trata propiamente de subsidiar; el transporte público en Europa se está planteando como una política que elimina o baja los costos sociales inmensos del transporte privado, que es otro asunto. El transporte privado genera unos costes sociales enormes, de congestión, de inversiones alternativas que no se hacen, y no pagan los costes que generan en la sociedad, en accidentes, en CO2, en energía. El transporte público es la canalización de un ahorro del sobrecoste generado por el transporte privado. No es una política asistencial, es un derecho hoy fundamental en el mercado del trabajo y de ocio, al tener que movernos largas distancias en estas metrópolis. Esto lo tiene que resolver el sistema”

Planteado de esta última manera, un sistema de transporte público busca materializar un proyecto de ciudad: ella puede ser la posibilidad de acercarse al ideal de la sustentabilidad. En la experiencia de los ciudadanos, es la posibilidad de construir una nueva ciudadanía que se funda en el principio del bien común y el bienestar individual y colectivo. Eso jamás lo logrará un sistema planteado como la caridad de la movilidad. ¿Es un problema del Transantiago, o es un sistema que estructuralmente asume la desigualdad y limita el rol del Estado a este tipo de intervenciones subsidiarias?